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sábado,
11 de
febrero de
2006 |
Dios y Cromañón
Juan José Giani (*)
Lo que convierte a un mero problema en un interrogante de estatura filosófica es su capacidad para mostrarse perpetuamente irresuelto, atravesando el interminable sendero de las civilizaciones con ropaje cambiante pero idéntica sustancia. ¿Puede probarse argumentalmente la existencia de Dios? He ahí un clásico dilema que la humanidad no se cansa de indagar.
El asunto tiene sin dudas un arraigo ancestral, pero es el cristianismo el que le imprime, en dos aspectos, un giro drásticamente innovador. El monoteísmo se entronca allí con el racionalismo de la Grecia Antigua, lo que auspicia transitar un vínculo hasta entonces inexplorado entre verdad revelada y verdad demostrada. El Dios cristiano, por otra parte, no sólo crea el universo desde la nada sino que además se involucra afanosamente en el destino de los hombres. El Dios cristiano amén de todopoderoso, es bueno y cuida de nosotros. Es por ello que la figura de Jesús desempeña un rol vertebral. El Creador acepta sacrificar a su propio hijo para rescatar a los hombres de la tiranía del pecado.
Las doctrinas agnósticas o ateas detectan allí un flanco ostensible para recusar cualquier sentido placentero del mundo. Si Dios nos quiere, todo lo puede y constantemente supervisa nuestras vidas, ¿porqué existe el Mal? Catástrofes naturales, hambrunas y genocidios desmienten sistemáticamente la idea de un planeta pletórico de virtud. Si efectivamente hubo un primer principio que estableció el origen absoluto, tras hacerlo se desentendió de su criatura. Por lo tanto, o Dios no existe, o, si existe, cuesta quererlo.
Los pensadores cristianos, no obstante, diseñaron sus réplicas. Juan Escoto Erígena fue uno de los teólogos medievales que mejor reflexionó sobre la necesidad del Mal. Su meduloso argumento podría resumirse así: si el Mal fuese extirpado radicalmente, ¿cómo percibir (y solazarse) con la luminosa presencia del Bien? De otra manera. Para adquirir (y justipreciar) felicidad, bienestar, salvación, es indispensable una carga de sufrimiento y sinsentido.
Los teóricos del ateísmo no se quedarán atrás. Aún admitiendo lo dicho, ¿qué necesidad tuvieron (por ejemplo) los hornos de Auschwitz? ¿Cómo justificar un Mal de "semejante" envergadura? Fue Fedor Dostoievsky, uno de los más notables novelistas que conoció la literatura universal, quien construyó su obra mortificado por estas cavilaciones. Recordemos sino su trabajo culmine, "Los hermanos Karamazov". En el texto, cuatro hermanos (Iván, Aliosha, Dmitri y Smirnakov) discuten acerca de la legitimidad de asesinar a su propio padre, un personaje execrable a quien todos abominan aunque por diferentes razones. Iván (la figura que encarna la conciencia filosofante de Dostoievsky) postula el ateísmo, afincado en la convicción de que frente a un mundo tan injusto a Dios sólo cabe negarlo o destronarlo. Ahora bien, el punto dilemático y desgarrador es: si no hay Dios, ¿quién fija la Ley Moral? Si el parámetro del buen proceder no emana de un Ser Superior, ¿cómo fundar una ética estricta aceptable universalmente? Pues sino hay Dios ni Ley Moral, todo está permitido; incluso matar a un padre despótico.
Raskolnikov, el personaje central de su otra gran novela, "Crimen y castigo", expresa idénticos traumas existenciales. Se siente moralmente habilitado a terminar con la vida de una anciana usurera, pero no habiendo autoridad trascendente que lo condene, es su propia conciencia culposa la que lo perturba y martiriza.
Volvamos finalmente a Iván Karamazov. En plena polémica con uno de los hermanos que intenta atemperar su latente nihilismo, y ante el concepto de que es dable soportar cierta cuota de Mal en aras de acceder al rostro magnánimo de Dios, Iván replica: "No hay verdad que valga el sufrimiento de niños inocentes". Para él, la muerte de un niño era la versión suprema del Mal. Si Dios es bueno, ¿para qué otorgar vida a un ser angustiosamente efímero?
Se acaba de cumplir un año de los terribles episodios acontecidos en el local República de Cromañón. Es evidente que la forma de nombrar a dichos sucesos comporta a su vez una estrategia para calificarlos. Conocemos hasta aquí tres designaciones diferentes. Se los ha denominado "masacre", lo que supondría una suerte de homicidio colectivo perpetrado por agentes perversos, puntuales y con voluntad premeditada. Se los ha llamado también "catástrofe", lo que indicaría un tipo de fatalidad cuasi natural con responsabilidades evanescentes e imprecisas. Se ha hablado finalmente de "tragedia". Pues bien, ¿en qué sentido cabría admitir aquí la presencia de un incidente trágico? Entenderemos entonces por tragedia a un conjunto de acciones que al concatenarse producen efectos que no se hallaban necesariamente contenidos en la conciencia intencional de los sujetos que las promovieron.
Rememoremos el "Edipo" de Sófocles, la tragedia por excelencia. Edipo efectivamente mata a alguien, sólo que ignora que el muerto es su propio padre, lo que desencadena acontecimientos espantosos que escapan totalmente a su capacidad de controlarlos. Traducido a Cromañón. Cada actor interviniente (inspectores indolentes, policías coimeros, empresarios inescrupulosos) colaboraron para desembocar en aquella terrible jornada (y seguramente recibirán pena por ello), pero fue la intersección insólita de todas esas infracciones la que suscitó un suceso funesto que ninguno obviamente pronosticaba ni deseaba.
El caso del grupo Callejeros es particularmente demostrativo. Alentaron irresponsablemente el uso de bengalas en un recital al cual sin embargo asistieron acompañados por sus seres más queridos. Queda así tipificada la tragedia.
Se sustancia en estos días el juicio político a Aníbal Ibarra. Propiciar la destitución de un jefe de Gobierno porque durante su gestión no funcionaron correctamente las áreas de Habilitación y Control es un dislate absoluto que no resiste el más mínimo análisis. Si se juzga un desempeño global debe hacerlo el ciudadano mediante el voto; y si se juzga un error sectorial cabe indagar al funcionario específico que tenía el problema a su cargo. Así de sencillo. Ahora bien, ¿porqué el juicio parece prosperar? Ciertamente, pululan explicaciones empíricas y crudamente mundanas para tal curso. Legisladores de derecha que limpian el terreno para las aspiraciones de Mauricio Macri, el necio maximalismo de izquierdas que desconocen los infinitos grises que pueblan cualquier administración, el mamarrachesco progresismo de grupos que primero creyeron que Ibarra ameritaba ser reelecto y pocos meses después estudian la conveniencia de revocarle el mandato, o las propias impericias de Ibarra para elaborar un tejido sólido de alianzas políticas que hagan sustentable su gobierno.
Hay, además (y principalmente) una razón de raigambre filosófica. Cuesta decirle que "no" a quien exhibe un hijo muerto. Cuesta decirle que "no" a quienes, como predicaba Iván Karamazov, han padecido el supremo Mal metafísico. La absurda pérdida de 194 chicos. Sin embargo, el dolor no convierte a nadie en propietario de la verdad; el sinsentido del mundo no es fundamento aceptable para el aventurerismo institucional. La destitución de Aníbal Ibarra no podrá suturar las reticencias de Dios. Un Dios que, en la luctuosa noche de Cromanón, brilló por su ausencia.
(*) Subsecretario de Cultura de
la Municipalidad de Rosario
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