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domingo,
30 de
octubre de
2005 |
Groendlandia (segunda parte)
La tierra de Erik El Rojo
Daniel Molini
Si es verdad lo que cuentan las crónicas, Erik el Rojo, uno de los primeros exploradores de las costas de Groenlandia, además de aventurero tuvo que ser un gran publicista. Transcurría el año 900 y pico de nuestra era cuando el citado Erik abandonó Islandia. Desterrado tras una condena por homicidio, vagó por los mares del norte, hasta llegar a una isla que hizo suya: Greenland.
A pesar de ser blanca a fuerza de nieve y frío, Erik la bautizó Greenland: "Tierra verde", quizás -de allí lo de gran publicista- porque necesitaba reclutar colonos, o porque conocía a sus coetáneos, que sentían más atracción por aquellos tonos que podían alumbrar siembras u objetos comestibles, que por otros destinados a agradar a la vista.
Tras un alejamiento de tres años Erik el Rojo regresó a Islandia y consiguió setecientos pioneros que fundaron dos asentamientos pegados al mar, porque más allá de la costa el protagonista era, y sigue siendo, el hielo, que representa el 10 por ciento de la reserva de agua dulce del mundo.
Convertido el cuartel general de Erik el Rojo en restos testimoniales, la ciudad más vieja de Groenlandia es Nuuk, fundada en 1728 por un misionero -Hans Egede- que ha dejado su impronta en todo la región. Esculturas, iglesias y nombres de calles recuerdan al precursor, un adelantado en asuntos temporales y también en los del espíritu y la fe.
Antiguo centro religioso y comercial es hoy, con una población de 14.000 habitantes, la capital de Groenlandia.
Todavía se conservan, en el barrio colonial, casas de madera con techo a dos aguas, pintadas con colores vivos que hacen lucir, maravillosamente, el esplendor del tiempo pasado, al igual que los museos que atesoran artilugios de la antigua industria derivada de la ballena y su aceite: prensas, barriles, instrumentos de corte, maderas, aros metálicos.
Desgraciadamente, a pocos pasos del lugar donde perviven las tradiciones, la modernidad ofrece su rostro menos complaciente, en forma de edificios de muchas plantas o de muelles sin respeto por el entorno, conformando un muestrario perfecto de estulticia arquitectónica, que se atreve incluso a plantificar boleras como si fuesen un deporte autóctono.
Haciendo abstracción de los despropósitos, Nuuk está "sembrada" de símbolos y esculturas, representando figuras orondas, muy bonitas, extraídas del ideario colectivo y del folclore local.
El centro cultural Katuac demuestra que las obras, cuando hay vocación para ello, pueden ser modernas, estéticas y funcionales, armonizando con el espacio que las rodea.
El casco histórico se recorre en un periquete, y la caminata nos lleva a un mercadillo donde esquimales, la mayoría de ellos ancianos, ofrecen frutos de la tierra.
Si uno se limitase a observar sólo un trozo de ciudad, allí donde aparece el sello del siglo XVIII, podría considerar a Nuuk el destino ideal, con montañas, glaciares y el mar que lo contiene todo. Sin embargo, cuando la vista ensancha el horizonte y surge el hombre contemporáneo con sus intervenciones, el concepto de excelencia se nos desmorona.
Bastante más al norte de la capital, a una noche de navegación con el objeto de superar el Círculo Polar Artico, se encuentra una localidad emplazada frente a la boca de un enorme fiordo de 40 kilómetros de longitud, que contiene el glaciar más productivo del hemisferio norte.
Su nombre: Ilulissat, que en idioma groenlandés significa iceberg. Allí viven 4500 personas y casi igual número de perros censados: samoyedos, huskies y malamutes, aprovechando la holganza del verano junto a sus camadas.
Tiempo tendrán, cuando cambie la estación, en mutar ocio por trabajo y cuidados de sus amos por servicios hacia sus amos, trasladándolos por kilómetros y kilómetros de senderos congelados.
Despertar en Ilulissat es abrir los ojos a un sueño, si esta expresión fuese posible. El barco que nos trajo esta rodeado de iceberg de todos los tamaños, en un mar azul de una transparencia inconcebible.
Una excursión imprescindible nos lleva a recorrer el fiordo, donde flotan cientos de témpanos enormes. Transparentes unos, blancos opacos otros, cortados a pico o fracturados en diagonal, dibujando bóvedas o túneles de muchos metros de altura.
De regreso a tierra nos queda tiempo para visitar los cementerios, dos, emplazados en los mejores lugares porque así lo exigen las creencias. Los difuntos reciben un tributo continuo, en forma de objetos preciados, además de flores, que se dejan en las tumbas.
En las calles nos acercamos a las costumbres de los lugareños, y volvemos a percibir algo constatado en Nuuk: los inuit parecen marginados. Quienes trabajan ocupan los puestos más bajos en la escala laboral, aquellos por los que los daneses no sienten ningún atractivo.
Los desocupados se abandonan por fuera de los centros comerciales, promocionando una especie de mendicidad que, sumado a la alta tasa de alcoholismo que padecen, habla de un tema que debe ser resuelto.
Knud Rasmussen, un grandísimo explorador, nació en Ilulissat, y la ciudad le dedicó un museo. De origen inuit estudió a sus hermanos, que llegaron a Groenlandia 3500 antes que Erik el Rojo. A pesar de ser los dueños de la tierra, muchos parecen haberlo olvidado.
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