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domingo,
30 de
octubre de
2005 |
[lecturas]
Literatura, política y juegos de salón
Cuando era el tiempo en que la diplomacia del imperio lusitano ya había tentado al gobernador de Entre Ríos y Comandante en Jefe del Ejército de Operaciones de la Confederación -Justo José de Urquiza- para que renunciara y rompiese con Rosas de una manera clara, positiva y pública, un muchacho de unos 20 años desembarca en el puerto de Buenos Aires; viene ataviado a la francesa y todos lo miran como a un animal raro. Ese día descansa en casa de sus padres y al siguiente monta a caballo y galopa hasta la quinta en Palermo de su tío Juan Manuel para pedirle la bendición.
La escena será famosa: el joven, luego de esperar casi seis horas, por fin es recibido por su tío, que lo hace pasar a una modesta y federal habitación. Allí, el hombre contento porque le han dicho que su sobrino no ha vuelto agringado, le lee "su Mensaje": "¡Muera el loco traidor, Salvaje Unitario Urquiza!", reza una oración de la carátula. El tío, mientras lee, lo va inquietando y colocando en aprietos, sometiéndolo a un fino examen de gramática: "Y aquí ¿por qué habré puesto punto y coma, o dos puntos, o punto final?". Rosas (o Rozas, como siempre lo escribió Mansilla) hace un alto en la lectura y preguntándole si tiene hambre, ordena que le traigan "un platito de arroz con leche", que finalmente fueron siete. Lucio regresa a su casa anochecido y a punto de estallar, atorado mental y estomacalmente.
Esta cita privada y familiar da la fragua literaria para la historia pública y política del general Lucio Victorio Mansilla (1831-1913), dandy de las armas y las letras. Gentleman de mundo y de salón, un excéntrico y un sensual, también duelista y hombre de a caballo. Tal es el condimentado perfil de su figura que su biografía lo encuentra a los 24 años retando a duelo a José Mármol para cobrarle que en "Amalia" vilipendie el nombre de su madre. Pero las relaciones e influencias del poeta y por entonces senador pueden más que la herencia derrotada del joven Mansilla y lo manda encarcelar y pagar multa.
De aquello, en la capital de la Confederación transita un destierro de tres años. De esa experiencia, cuyo inicio se relata en la causerie "De cómo el hambre me hizo escritor", Mansilla conforma una galería de cuadros literarios que da a publicación en 1894: "Retratos y recuerdos", que hoy ve nuevamente la luz en la edición de Paradiso.
El libro se abre en homenaje "de altísima consideración y aprecio a mi noble amigo el señor Teniente General D. Julio A. Roca ex-presidente de la República Argentina"; y como escribiera alguna vez David Viñas, el gran jefe político de la oligarquía levanta su sable y contesta. En efecto, Roca se materializa en una carta-prólogo y entonces su voz ciñe con el cinturón egregio de su clase el cuerpo referencial del texto histórico. La venia consuma el poder y el espacio discursivo que Mansilla requería y agenciaba para su escritura: él era un escritor desde adentro. Lograba por fin pertenecer al recinto, se rubricaba con broche de oro el "entre nos" que la dirigencia liberal del 80 consolidó para promover "la paz -los placeres- y la administración".
"Ud. hace retratos, estudios psicológicos, y no biográficos ni historia; Ud. toma al hombre en sí, penetra hasta el fondo de su alma" le refiere Roca reconociendo el dominio de su práctica literaria: Mansilla se mueve con elocuencia y elegancia en ese género característico de un prosista fragmentario -como lo acomodara Ricardo Rojas, junto a Cané, Álvarez, Wilde, Estrada, en su "Historia de la literatura argentina"-; por allí viene la militancia literaria de estos retratos y recuerdos, asentar que el escritor sabe en las internas, que de sus retratados la pluma que esgrime decantará el preciso fluido que los rumiaba y constituía.
Mansilla traza, en un codo a codo, las personalidades de, entre varios otros, Sarmiento: "Amaba la educación y era inculto (?) Sus lecturas parece que hubieran sido muchas; nada de eso (?) sólo era un adivino de epígrafes, un sonámbulo lúcido, de soluciones finales; así se explica su Argirópolis". En la galería del libro cuelgan los cuadros de estos hombres: "Tenía Alvear la estatura suficiente para ser elegante"; Bedoya, que "tenía las manos grandes, pero proporcionadas que revelaban la decencia de su estirpe"; alumbrados por alguna anécdota que ameniza y sazona la figura a perfilar: como en Seguí, que luego de una carrera eclesiástica colgó literalmente los hábitos: sobre las ramas de un árbol, por "el pavoroso callejón de Ibáñez", enganchó su sotana y la fusiló para incorporarse al "movimiento laico y federal de entonces".
Mansilla los conoce a todos, los conoce bien, esgrimiendo carta de derecho, documentos de participación, pruebas de experiencia con la resuelta convicción de que a una clase se la escribe desde adentro y para adentro: "ya he dicho y lo repito que soy quizás el único hombre de letras de este país que sabe bien a Rozas".
Es por eso que, volviendo, en "Los 7 platos de arroz con leche" se cifra el imaginario y la disposición de las piezas que sostienen la partida que juega la literatura de Mansilla. Condensadas en aquella causerie están las tres claves para organizar el mapa social, político y literario. Primero, funda la "estirpe maldita" para el después de Caseros y por lo tanto su costado excéntrico: comparte la sangre con "el tirano" y quizás sus desmedidas pasiones y francas atrocidades. Segundo, su condición de "viajado", a la europea (del viejo mundo importa sus causeries o charlas) y es este cachet el que le posibilita insertarse en la sociedad liberal que iba tomando confianza luego de Pavón. Tercero, el valor de experiencia que sostiene a su letra: abjurando de la ficción se estampa en el discurso de la historia nacional con el protagonismo íntimo de la historia familiar. Mansilla siempre habla y escribe como en familia, con el guiño y los paréntesis compartidos en círculo selecto de amigos; y el público general, si es que tal cosa existía en el siglo XIX, que esté como en tribuna.
En "Retratos y recuerdos" está Mansilla íntegro, posesivo de su entorno, privilegiado escrutador de momentos y personalidades nacionales, ya saneado su pasado, incorporado al "proceso de organización" (y su tío se revolvería en la tumba) que la oligarquía gerenciadora de la afianzada rapiña extranjera puso en marcha al fin para "para dar principio a otro período que tendrá probablemente, no los tintes heroicos de la Independencia, ni las sombrías incertidumbres y desgarramientos intestinos que se siguieron después, sino un carácter esencialmente económico", como le confiesa Roca en su carta-prólogo.
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