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 domingo, 04 de septiembre de 2005  
Editorial
Los coletazos de una guerra absurda

Sembraron estupor los dichos de un ex jefe militar chileno que admitió la colaboración de su país con Gran Bretaña durante el conflicto de Malvinas. Los pueblos de ambas naciones no deben caer en la trampa que tienden los falsos nacionalismos y recordar que fue durante las peores dictaduras de su historia que estuvieron a punto de enfrentarse con las armas.

Uno de los más graves y dramáticos errores cometidos por el país durante el transcurso del pasado siglo fue la invasión de las islas Malvinas, en un intento de recuperar mediante el uso de la fuerza un territorio sobre el cual se poseen derechos indiscutibles y para cuya reincorporación a la Nación nunca debió abandonarse la vía pacífica.

   Pero las necesidades políticas de la dictadura militar fueron más fuertes que la lógica que marcaba la locura de enfrentarse en una guerra con Gran Bretaña, una de las principales potencias del mundo. Como consecuencia, y pese al heroísmo desplegado por los soldados argentinos —con la destacada actuación de la Fuerza Aérea, que en el sur realizó su bautismo de fuego—, la derrota resultó inevitable.

   Uno de los elementos que durante largo tiempo sembraron dudas en relación al desarrollo de las hostilidades fue la potencial colaboración de Chile con el ejército británico. Pero todas las suspicacias se desvanecieron tras la admisión de la propia Margaret Thatcher de la ayuda recibida: “Sin ella no hubiera sido fácil vencer”, dijo años atrás la ex primera ministra conservadora. Y días pasados fue el propio jefe de la aviación trasandina durante el desarrollo del conflicto, Fernando Matthei, quien hizo una declaración tan lamentable como insólita en torno del tema. “Hice todo para que la Argentina perdiera la guerra de Malvinas”, afirmó el ex militar, provocando estupor a uno y otro lado de la cordillera.

   Los añejos y profundos lazos que unen a la Argentina con Chile —que se remontan a las épocas de la lucha contra el dominio español— suelen verse afectados por nacionalismos mal entendidos, tanto en uno como en otro país. Y la exacerbación de dicha tendencia casi provoca una contienda armada, sólo evitada por la providencial mediación papal en el conflicto por el canal de Beagle.

   Sin embargo, resulta útil recordar que ambas naciones estaban en aquel momento sometidas por dos de los gobiernos de facto más crueles de que se tenga memoria en Latinoamérica, los que encabezaban Jorge Rafael Videla en la Argentina y Augusto Pinochet en Chile. No son precisamente los pueblos, entonces, los responsables del enfrentamiento, sino dos cumplidos representantes de sus peores tendencias autoritarias.

   Desafortunada fue la guerra de Malvinas y triste el papel que en ella jugó Chile. Pero fue el propio ministro general de gobierno trasandino, Osvaldo Puccio, quien puso con precisión los puntos sobre las íes: “Aquí la democracia no se hace cargo de los errores ni de las atrocidades ni de las pequeñeces de los pasados dictatoriales. Son parte de la historia”. Resulta adecuado separar de tal manera las aguas: tanto Chile como la Argentina padecieron el horror dictatorial y lograron recuperar el estado de derecho tras largos años de oscuridad y sufrimientos. Aquella época aciaga resume a la perfección los errores que no deben volver a cometerse. Nunca más.


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