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sábado,
03 de
septiembre de
2005 |
Editorial
El peligroso ego de la clase política
Entre los preocupantes ejes sobre los cuales transcurre la política cotidiana en la Argentina debe hacerse especial hincapié en la tendencia a la exaltación de figuras individuales. La buena salud de la democracia depende de la paulatina dilución de los personalismos.
La campaña electoral está en pleno desarrollo y lamentablemente los argentinos asisten a la repetición de vicios históricos, que en el pasado ya le han costado demasiado caro al país. Y lo preocupante es que no se vislumbran por ahora excepciones a tan indeseable regla. Las características predominantes en los intercambios de opiniones y debates que se han registrado hasta el momento son la ausencia de moderación, el afán por descalificar al adversario y el empleo de conceptos que en numerosas ocasiones no sólo ingresan en la esfera de lo personal sino que bordean el epíteto, pero además corresponde remarcar una cuestionable tendencia al culto a la personalidad, sea en beneficio propio o ajeno.
Los ejemplos son múltiples, aunque cuando días pasados el ministro del Interior, Aníbal Fernández, se ocupó en persona de remarcar que la política económica nacional es diseñada por el presidente Kirchner y ejecutada por el ministro Lavagna incurrió en el último pecado señalado. En efecto, lo obviamente importante en este caso es el éxito de dicha política: resulta escasamente elegante -como mínimo- el colocar a un funcionario de la importancia de Lavagna en el rol de mero ejecutor de líneas supuestamente emanadas del primer mandatario. En realidad se trata, en este caso, de una tarea encarada en equipo, cada cual ocupando el lugar que le corresponde. Por cierto que las palabras de Fernández constituyen una respuesta a versiones interesadas que apuntan hacia la dirección inversa, es decir a la valorización de la gestión de Kirchner sólo en base al suceso obtenido por su ministro de Economía. Pero a un brulote no corresponde ni conviene contestarle con otro de sentido opuesto.
La ciudadanía argentina permanece ajena en su inmensa mayoría a estos intercambios y tanta apatía debería interpretarse como una señal de alerta: el camino elegido hasta el presente por la dirigencia política dista de ser aquel por el que la sociedad civil desea verla transitar. La mezquindad, el sectarismo y la lucha por el espacio personal son vicios repudiados por la gente, que contempla con filosófica resignación y elogiable mansedumbre la reiteración de comportamientos que los cacerolazos de diciembre de 2001 intentaron sepultar para siempre en el olvido.
Pero la transformación no se producirá de la noche a la mañana: requiere de tiempo y sana militancia. La democracia es la herramienta ideal para que la sociedad nacional produzca el cambio necesario, aunque por ahora quienes deben honrarla muchas veces no parezcan sino usufructuarla.
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