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 viernes, 02 de septiembre de 2005  
Las lecciones de Solidaridad

Norman Birnbaum (*)

Hace 25 años, los trabajadores de los astilleros en Gdansk, Polonia, se pusieron en huelga. Unos años antes, en la misma ciudad, la policía del régimen comunista había asesinado a otros huelguistas en la calle. En esa ocasión, los trabajadores se encerraron en los astilleros y pidieron apoyo al resto de la nación. Su líder era Lech Walesa, un devoto electricista católico conocido por su obstinada oposición al gobierno. El apoyo llegó en forma de manifestaciones y huelgas en todo el país. Los trabajadores de Gdansk, fieles al nombre de su movimiento (Solidaridad), rechazaron unas condiciones que les favorecían mientras no recibieran el mismo tratamiento sus camaradas de otros lugares. El gobierno cedió, y los trabajadores del Estado obrero lograron mejores condiciones de vida. El movimiento no se desvaneció. Clubes, periódicos, incluso los medios estatales, se convirtieron en foros de debate. La sociedad civil polaca se hizo oír y el régimen, ante la perspectiva de perder por completo la legitimidad, se vio obligado a negociar.

Dieciséis meses después, en diciembre de 1981, el régimen contraatacó. El Ejército, dirigido por el general Jaruzelski, proclamó la ley marcial y detuvo a Walesa y los demás dirigentes de Solidaridad, entre ellos numerosos escritores y profesores. Posteriormente, Jaruzelski afirmó que había logrado detener una invasión soviética que podría haber precipitado un enfrentamiento entre superpotencias y la destrucción de Europa. Es posible; pero, cuando Gorbachov comenzó las reformas en la Unión Soviética, cuatro años después, el general y su gobierno se mostraron claramente reacios a seguir el mismo camino. Después de callar a la oposición, se encontraron con la resistencia pasiva de una ciudadanía resentida. En 1989, el régimen, incapaz de ejercer los poderes que teóricamente le correspondían, dejó en libertad a los últimos presos de Solidaridad y reanudó las negociaciones. En las elecciones parciales de junio ganaron los candidatos de Solidaridad. La primera vuelta se celebró el 4 de junio, el día en el que, en el otro extremo del mundo, el Ejército chino aniquilaba a los estudiantes de la plaza de Tiananmen. Primero a trompicones, luego a más velocidad, el régimen comunista polaco quedó desmantelado. A finales de 1990, Walesa fue nombrado presidente de una nueva Polonia.

¿Ofrece enseñanzas la transformación polaca para la democratización de otros regímenes?

Solidaridad contaba con el apoyo de los sindicatos occidentales, y los gobiernos criticaron oficialmente el golpe de Estado militar. No podían hacer mucho más en un país que se encontraba dentro del bloque soviético de la guerra fría. Sectores importantes de la clase dirigente y la opinión pública de Occidente, pese a lamentar el golpe, lo consideraron preferible a las impredecibles consecuencias de una invasión soviética. Esa fue la opinión de los dirigentes y el público en los dos estados alemanes, para los que cualquier forma de inestabilidad europea significaba la posibilidad de acabar unidos en un cementerio radiactivo. Los ciudadanos de la Unión Soviética que se oponían a la imposición del comunismo en los estados vecinos sólo empezaron a hablar, y con vacilaciones, cuando Gorbachov llegó al poder, en 1985.

Los polacos, por tanto, estaban solos. Pero contaban con su historia, una trayectoria de lucha constante contra ocupantes extranjeros y sus siervos polacos. Al general Jaruzelski se le reconoció inmediatamente -seguramente incluso se reconoció él mismo- como heredero espiritual del conde Wielopolski, un hombre mitad reformista mitad verdugo que gobernaba Polonia en nombre del zar de Rusia. Cuando estalló la revuelta, en 1864, el conde fue despiadado. Jaruzelski fue mucho más brutal e incluso ordenó juzgar a unos policías por el asesinato de un sacerdote que gozaba de gran popularidad. Desde la cárcel, dirigentes de Solidaridad como el escritor Adam Michnik despreciaron públicamente la oferta del régimen de dejarles partir al exilio. Una vez pasada la primera situación de emergencia, Solidaridad volvió a florecer. Pasó a ser totalmente ilegal y visible (fue el periodo en el que surgió en Polonia esta pregunta: ¿Por qué hacen falta tres agentes para ocuparse de un accidente de tráfico? Respuesta: uno, para leer la matrícula; otro, para escribir el número; y el tercero, para vigilar a los intelectuales). Las primeras negociaciones con Solidaridad las llevó, en nombre del general, un joven consejero que hoy es presidente de Polonia.

El ascenso al papado del cardenal Wojtyla de Cracovia, en 1978, y su visita a Polonia en 1979 fortalecieron el amplio componente católico del nacionalismo polaco. Los grupos católicos dentro de Solidaridad tenían la visión de una Polonia definida por la justicia social. Los pensadores católicos se unieron a los intelectuales laicos aliados de los trabajadores para criticar al Partido Comunista polaco por aferrarse de manera perniciosa a sus propias ideas, y minaron la moral de los comunistas que creían verdaderamente en un orden de justicia social. Durante los años cincuenta y sesenta, el custodio del legado de Trotski, el ex comunista polaco Isaac Deutscher, recibía en su casa de Londres a un torrente interminable de embajadores, ministros e intelectuales polacos, que manifestaban sus tremendas dudas.

No hay duda de que la simpatía y el apoyo de Occidente ayudaron. Las comunidades de emigrantes polacos en Norteamérica y Europa occidental proveyeron fondos. La BBC, Voice of America, Radio Vaticano y Deutsche Welle transmitían las voces de Solidaridad. No obstante, la mala conciencia de los comunistas polacos fue un factor decisivo. El gobierno de Jaruzelski fue horrible, pero no recurrió al terror de masas.

El bloque soviético no era monolítico. Ya en la época de Stalin se produjo el cisma de Tito y hubo opositores al estalinismo en otros regímenes comunistas. Cuatro meses después de la muerte de Stalin, en 1953, los alemanes del Este se rebelaron. En 1956, Kruschov denunció a Stalin en su famoso discurso sobre el culto a la personalidad y vació los campos de concentración. La supresión de la revuelta húngara, ese mismo año, no logró impedir el experimento checo de comunismo abierto en 1968. En los años setenta, ante el cisma chino en el Este y el malestar de poblaciones y partidos en el Oeste, el Partido Soviético hizo sitio a unos reformistas tecnocráticos que estaban discretamente de acuerdo con los implacables disidentes literarios y filosóficos: el régimen debía cambiar. Los reformistas soviéticos preguntaron si la única solución de la que disponía su país tras el fracaso de su modelo consistía en tener siempre dispuestas las divisiones acorazadas. Propusieron revisar el autoritarismo, la burocratización y la represión, que sólo funcionaban, y de manera imperfecta, a corto plazo. Al final, con sus fuerzas armadas establecidas en Polonia y sus agentes infiltrados en el gobierno polaco, no pudo retener una conquista cada vez más onerosa.

En Polonia, dar voz a la resistencia nacional contra el dominio extranjero era la misión tradicional de la Iglesia católica. Ya en 1956, para inmensa irritación de los dirigentes soviéticos, los comunistas polacos alcanzaron un acuerdo de coexistencia precaria con la Iglesia. Y había corrientes más amplias. El Vaticano, con los papas Juan XXIII y Pablo VI, estableció el diálogo con los comunistas de Europa central y del este. El papa Juan Pablo II había aprendido en Polonia que era posible ganar terreno si se planteaban a los comunistas las contradicciones de un Estado obrero dirigido por una clase privilegiada. En Italia, los católicos y los comunistas ya colaboraban libremente, y se unieron para dar su apoyo a Solidaridad.

Solidaridad nos ofrece varias lecciones. Una es que no hay nada como la voluntad de una población tiranizada para recuperar el control de su propio destino. La segunda es que hasta el régimen más doctrinario y rígido posee fisuras internas que se agrietan bajo presión. La tercera es que es preciso traducir los ideales universales de democracia y justicia social al lenguaje nacional: en Polonia, los católicos y los laicos se unieron para adueñarse de la historia de su nación.

Durante la lucha polaca, Occidente por supuesto denunció el imperialismo soviético. Sin embargo, fue una época en la que las nuevas armas nucleares de Estados Unidos en Europa occidental despertaron amplias protestas. Los europeos decían que la Unión Soviética podría crecer con más rapidez si disminuían las tensiones militares. Anteriormente, Estados Unidos había rechazado las propuestas de los ministros de Exteriores británico, Anthony Eden, y polaco, Adam Rapacki, para reducir las armas en Europa Central, unas sugerencias que, de haberse seguido, tal vez habrían hecho posible la liberalización en Polonia mucho antes de que Solidaridad tuviera que luchar por ella. Quizás habríamos podido tener más imaginación histórica que acompañara a nuestra indignación moral.

(*) Profesor emérito en la

Facultad de Derecho de Georgetown
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