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miércoles,
10 de
agosto de
2005 |
Marcas de
la tragedia
Han transcurrido ya seis décadas del lanzamiento por parte del Estado norteamericano de las bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Aún quedan sobrevivientes de ese ataque nuclear que lucen en sus cuerpos las marcas del horror, heridas irreversibles que son la prueba más contundente de la barbarie guerrera que siempre se ensaña con los inocentes. Este crimen de lesa humanidad permanece impune como tantos otros: el genocidio perpetrado por Turquía al pueblo armenio, el bombardeo de Guernika por el franquismo, las matanzas del Ejército Rojo comandado por León Trotsky en Ucrania contra los campesinos maknovistas y un largo etcétera. Es trágico que 60 años después del horror, más del 50% de la población norteamericana considere acertada la decisión de su Estado de perpetrar un ataque nuclear. Esto evidencia varias cosas: en primer término el grado de alienación en que están sumidos, en segundo lugar cómo la propaganda agresiva de los medios informativos desinforma y lava los cerebros y como si fuera poco esa economía basada en el armamentismo sostiene su déficit crónico en la expoliación de los países de la periferia capitalista. Con todo esto las muertes silenciosas que ocurren a diario en todo el orbe son los efectos colaterales de un bombardeo que no cesa. El asedio a los pueblos latinoamericanos es una constante imperial que tiñe de sangre y dolor nuestras tierras. La memoria de Hiroshima y Nagasaki, el ejemplo heroico de sus habitantes que no olvidan, debe ser una luz que alumbre el camino en medio de las sombras que cubren el mundo del presente en materia de derechos humanos, por la mezquindad y codicia de los poderosos.
Carlos A. Solero, miembro
de la APDH Rosario
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