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domingo,
31 de
julio de
2005 |
El viaje del lector: Mantova, mi ciudad
Y la nostalgia pudo más que el miedo. Habían pasado muchos, demasiados años. Aferrando el coraje a dos manos por el pánico que le tenía al avión, volé, junto a mis fantasías a Italia, mi tierra natal, en un salto que fue de Buenos Aires a Milán. A la llegada nos confundimos con mis parientes, atentos y presurosos, en un abrazo infinito. Ninguna palabra, sólo un abrazo puede transmitir las emociones oprimidas por tanto tiempo. Autos estupendos, "autostrade" de ensueño.
Luego, a 140 kilómetros de Milán, he aquí a Mantova, reflejada en los tres lagos que la circundan, inconfundible panorama que se abarca con una sola mirada. A la periferia está la presunta casa de Sparafucile, el matón del Rigoletto, ópera que Verdi ambientó en Mantova. Este edificio sugiere el aria Questa o quella per me pari sono, donde la violenta fuerza emotiva se conjuga con la incomparable melodía burlesca y sádica en una inmortal creación.
Luego de una larga visita al Palacio Ducal, con sus maravillosas obras pictóricas de los mayores artistas del Renacimiento, me invitaron a una trattoria antigua. "Pava a la Gonzaga" me aconsejaron, exquisito manjar. Receta exclusiva de los duques y señores de la ciudad desde 1328 a 1707, el período de gloria, esplendor y decadencia de Mantova, que recuerda Dante en la Divina Comedia con descripciones paradisíacas.
Una noche lluviosa fuimos a cenar en las pequeñas alturas de San Martino y Solferino, a 30 kilómetros de la ciudad. Desde allí se podía apreciar el lugar de la batalla que el ejército franco-piamontés sostuvo contra los austríacos, en la segunda guerra victoriosa por la independencia italiana, en 1859. Por este acontecimiento, todas las casas de los pueblos cercanos quedaron repletas de heridos, moribundos, entre gritos de dolor y socorro. Por primera vez todos, absolutamente todos, fueron socorridos como personas y no dejados morir por ser enemigos. No quedó una sábana, una toalla en desuso. Todo sirvió para curar, para ayudar. A la vista de tanto odio ciego e incontenible amor, Henry Dunant, un comerciante suizo accidentalmente de paso por negocios, ideó y creó la Cruz Roja, cuya bandera invierte los colores de la enseña de su país.
Con emoción visité vía Mazzini Nº16 y quedé paralizado por una avalancha de recuerdos. El palacio, esa antigua escuela-convento donde viví, había sido antes una estación de ómnibus. Allí, un día de 1943, entré corriendo por el amplio portón gritando: "Señor Portioli (así se llamaba mi patrón), cuatro ómnibus con las SS". Estaban llenos de soldados italianos "rastrillados" y enviados a Alemania.
Volví a ver la plaza del correo, pequeña y sugestiva. Una placa de bronce recuerda allí el paso de camiones que transportaban soldados italianos prisioneros de guerra en septiembre de 1943.
Los recuerdos llenaron los días y para cuando quise acordarme, el avión aterrizaba en Ezeiza. Muy extrañamente sentí un alivio, serena mezcla de paz y libertad.
Andrés Zanetti (ganador de esta semana)
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