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 domingo, 31 de julio de 2005  
Adelanto
Ahora, el plebiscito
En su número de agosto la revista que dirige Beatriz Sarlo examina la coyuntura política frente a las próximas elecciones. Aquí se anticipa un fragmento

El tiempo del Estado es largo y resulta intolerable para el tiempo espasmódico de nuestra política. En el límite puede decirse que en la Argentina no hay Estado, sólo hay gobiernos. Para encarar los conflictos de intereses cuyo trámite es clave en una sociedad democrática, y mucho más si se piensa que deben resolverse con un sentido de equidad y justicia económica y social, interviniendo allí donde los sectores más débiles se encuentran sometidos a la lógica de los más poderosos, se necesitan gobiernos que puedan colocarse en la perspectiva del Estado y en el tiempo de los plazos medianos y largos, independientes de las coyunturas de acumulación política partidaria. Hoy, en cambio, prevalece la acumulación del propio capital político. No es sorprendente, entonces, que el ejercicio de la autoridad se conciba no sólo como gobierno (y a veces con medidas de gobierno que son las adecuadas), sino como apropiación y distribución de recursos públicos invertidos en el fortalecimiento de quien debería usarlos en función general. Los famosos adelantos del tesoro repartidos por Corach durante el menemismo, hoy se han trasmutado en las partidas que maneja el secretario de gabinete.

De la distribución de recursos diseñada como forma de cooptación política sabía mucho Duhalde, que acumuló poder sustentado en el fondo de recuperación histórica del Gran Buenos Aires. Aunque todo indica que Kirchner llegó adiestrado desde Santa Cruz, aprendió su mecánica nacional con una celeridad fulminante y se mueve con soltura entre el reparto de recursos y las declaraciones colocadas al tope máximo de las fórmulas ideológicas. Así se anula el espacio para una continuidad estratégica de políticas, porque el horizonte electoral define siempre el máximo plazo en la toma de decisiones.

Las fallas en la construcción política institucional se manifiestan incluso en áreas donde Kirchner adelantó iniciativas importantes. Acertó en promover la anulación de las leyes de exculpación de los crímenes de la dictadura e hizo saltar en pedazos la Corte Suprema heredada de Menem. Sin embargo, no hay iniciativas a largo plazo que incorporen no sólo la garantía presidencial y el apoyo de las organizaciones de derechos humanos que lo siguen, sino a la oposición, a las corporaciones (o por lo menos aquellas que responden al partido de gobierno) y a las diferentes vetas de la sociedad, desde los universitarios, intelectuales y artistas a los movimientos sociales en su sentido no restringido a representantes de las víctimas. Por eso, el Museo Nacional de la Memoria flota entre la improvisación, el sectarismo y las ocurrencias presidenciales.

Los funcionarios políticos de áreas fundamentales del gobierno (educación, relaciones exteriores, municipios) son piezas móviles en la táctica electoral; su popularidad, basada en la eficacia con que desempeñaron sus funciones o en la acertada publicidad de medidas no siempre concretadas, en lugar de confirmar la continuidad, es causa de que se los desplace a la batalla electoral donde, hipotéticamente, ganarían más votos que los depreciados parlamentarios o dirigentes territoriales exteriores al poder ejecutivo nacional o municipal, aunque nuevamente el Estado y el gobierno sacrifiquen ejecutores eficientes en el altar de una elección, y sólo de una elección, la próxima.

Esto lo demuestra el "plebiscito" que se le ha impuesto a la Argentina, no porque el país lo necesite ni lo pida, sino porque lo necesita Kirchner como capítulo de un cursus honorum que nunca le parecerá a su protagonista excesivamente cargado de reconocimientos. El argumento, que repiten la prensa oficialista y la opositora, de que Kirchner debe dejar definitivamente atrás aquel 22 por ciento de votos con los que llegó al gobierno, se difunde desde las oficinas de Casa de Gobierno. El verdadero argumento es otro: de aquella circunstancia donde reunió el 22 por ciento, Kirchner quiere superar no el porcentaje exiguo provocado por el retiro de la segunda vuelta de Carlos Menem que, retrocediendo dio una nueva prueba de su temperamento vengativo, sino la condición de candidato de Duhalde (y para peor, candidato no elegido en primer lugar sino como última alternativa).

Esa aspiración es legítima, pero al mantenerla Kirchner desconfía de todo lo que ha ganado en los dos años que van desde las elecciones del 2003 hasta hoy. Es imposible pensar que ignore que nadie lo considera hoy una hechura de Duhalde. Por tanto el plebiscito que reclama tiene que ver no con el pasado sino con el futuro tanto del presidente como de su partido (además del futuro de su gobierno en los próximos seis años a los que aspira).

En cuanto a la estabilidad de su gobierno, no existe fuerza hoy en Argentina que esté en condiciones de debilitarlo en términos institucionales, ni mucho menos por el ejercicio de la fuerza. Cuando Kirchner impone la idea del plebiscito no puede estar pensando en fortalecer un gobierno débil, como fue la irreal fantasía de Ibarra después del desastre de la disco Cromagnon. Nadie amenaza a Kirchner en esos términos, ni siquiera sus propios actos. Su gobierno no enfrenta hoy una crisis, por lo tanto el fortalecimiento extremo del poder de decisión presidencial es un instrumento que se busca no para instalar una legitimidad y zanjar un conflicto inminente o próximo, sino para gobernar de acuerdo con un estilo que busca la concentración de poder en la persona del presidente, tanto en lo que concierne al Estado como al gobierno y al partido justicialista.

No estamos ante un rasgo estilístico sino ante una forma de ejercicio y de concepción del gobierno. Kirchner representa una variante del populismo en sus desarrollos contemporáneos, que se alimenta en la desconfianza frente a las instituciones, en la certeza de que la política tiene un solo centro ocupado por un Jefe que se vincula radialmente con cada una de las esferas de gobierno, y en que la deliberación no debe pasar por instancias formales sino por espacios informales, caracterizados, como cualidad sine qua non, por la lealtad al dirigente.

Como jefe justicialista Kirchner realiza dos movimientos de ubicación simbólica: se remite no a una larga marcha iniciada en 1945 sino al peronismo de los setenta (en una versión de catequesis que salta por encima de todos los problemas); y se coloca en relación con los pobres y los desposeídos, les habla a ellos con un discurso específico, a veces abandonando la posición de hombre de estado y ubicándose, con un movimiento de falsas equivalencias, en el lugar de ciudadano raso (como sucedió con sus infelices reconvenciones a los jueces en el caso de una famosa excarcelación). Igual a todos, por una parte; diferente porque es, también, el jefe de gobierno. El doble discurso: uno para la televisión, otro el que, con su venia, pronuncian algunos de sus ministros y, en ocasiones él mismo, caracteriza este péndulo populista que se mueve entre el ejercicio concentrado del poder y la imagen de un hombre como todos, con los sentimientos de todos, indignado como cualquiera ante una multinacional o una sentencia adversa al clamor de la gente. Las audiencias televisivas responden como una especie de fantasma mediático, remplazando la plaza pública donde se consolidaban otros populismos antes de la era de hegemonía audiovisual. (...)

El hecho de que Kirchner esté dispuesto a ir a su plebiscito con boletas de todos los colores, no debería ocultar que su idea es la de hegemonizar, finalmente, el aparato completo del Partido Justicialista. Al plebiscito llega con la táctica de todo lo que sea Kirchner contra todo lo que no lo sea. Después, tendrá lugar la faena sobre las estructuras justicialistas que, acostumbradas a alinearse al poder, no resisten la belleza de una elección ganada con muchos votos.

Esto es un obstáculo obvio para que el gobierno encare la promesa hoy olvidada de una reforma política. En el armado que tiene como único centro la figura presidencial, no hay espacio para cambiar los rasgos viciosos de los caciquismos locales, en la medida en que a sus dirigentes hoy no se les exige otra cosa que el alineamiento con el presidente. Ni la financiación de la política, ni la modificación de los regímenes electorales, ni el cumplimiento o la revisión de leyes que, en su momento, fueron consideradas un avance, como la de internas abiertas, nada de eso tiene probabilidad de ser retomado por el gobierno después del plebiscito, ya que implicaría debilitar el poder de quienes habrían contribuido a la victoria.
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