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domingo,
31 de
julio de
2005 |
Tema del domingo
Los argentinos nos debemos
decidir a hacer bien las cosas
Es indudable que la figura del ministro de Economía, Roberto Lavagna, ha mantenido ya por mucho tiempo una estima social basada en su imagen de sensatez y firmeza. En una reunión que mantuvo con industriales esta semana para imponerlos de la marcha de los números nacionales y hacerles el pedido de manejar con prudencia el tema de los precios a los efectos de evitar cualquier brote inflacionario inmanejable, Lavagna dejó una muy buen impresión. Las explicaciones de los asistentes apuntaron a que el funcionario, sin demonizar el pasado como suele hacer la actual gestión, hizo una explicación casi de orden académico de los derroteros que tuvieron el plan austral, durante Alfonsín, y del de convertibilidad, con Menem.
La conclusión fue que ninguno de los dos había sido malo en sí mismo, sino que el error había sido no hacer a tiempo las correcciones necesarias para capitalizar sus aspectos positivos y evitar sus contradicciones que llevaron a los quiebres conocidos que derivaron en desastre. La hipótesis del ministro, que fue del agrado de los empresarios, es que muchos de los lineamientos que se siguen hoy no son los ideales, incluso muchos de ellos son distorsivos, como el impuesto al cheque, por ejemplo, y que por lo tanto se debe tender a irlos corrigiendo en el tiempo.
Este estado de cosas nos debe llevar a la reflexión de que algunos países con características similares al nuestro, como Irlanda o Chile, han salido de crisis tan profundas como la nuestra siguiendo un modelo opuesto al argentino, no necesariamente en cuanto a las doctrinas económicas, sino en lo que se refiere a los modos culturales de convivencia social.
Los ejemplos chileno e irlandés son interesantes pues lo que ha marcado su éxito no ha sido un conjunto de motivaciones ideológicas sino la consecuencia cultural con la que las políticas han sido aplicadas. De hecho, en ambos países, uno europeo y otro sudamericano y vecino de la Argentina, ha imperado un modelo neoliberal, tan denostado en nuestras tierras, pero ejecutado por chilenos e irlandeses sin esconder dobleces culturales detrás de eslóganes ideológicos.
Respetar los contratos, las leyes, la palabra no es ideológico, sino cultural. Trabajar fuerte y con austeridad no está marcado en ningún manual de ideas políticas, sino que tiene que ver con el convencimiento de que hay ciertos principios que se deben respetar para salir adelante.
Seguramente Roberto Lavagna no es mucho mejor ni mucho peor que otros ministros del pasado o de los que puedan venir en el futuro. Pero un signo distintivo de su gestión es que no parece estar militando una ortodoxia, sino aplicando en la medida en que puede, normas de buena administración. Esto no es suficiente para un país, como no lo sería para una casa donde hay que poner cuentas en orden después de una catástrofe familiar. Se necesita diseñar una estrategia para el futuro que sea realista, que esté en consonancia con lo que sucede en el mundo exitoso, dando buenas condiciones de vida y desarrollo a sus pueblos y, sobre todo, que implique torcer los rumbos culturales que nos han conducido a un fracaso tras otro.
Aquella absurda frase del ex presidente Eduardo Duhalde de que “la Argentina es un país condenado al éxito” debe ser contrastada con aquel dicho popular español que reza: “dime de qué presumes y te diré de qué adoleces”.
La historia nos debe hacer pensar que por ahora estamos condenados al fracaso. De hecho nos debemos preguntar cuál es la razón para que en nuestro país todo termine mal y la única salida sea empezar de nuevo cada vez echando culpas a uno y otro lados. Todas estas consideraciones, partidas de la economía, decimos que son de orden cultural, pues resulta claro que las distintas doctrinas funcionan de acuerdo al lugar donde se las practique. De hecho, con las recetas que más de una vez nos quieren hacer creer que han sido la base de nuestro fracaso, otras sociedades han encarado procesos de desarrollo y crecimiento. Esto lleva a creer que más que cuestiones de ideas económicas o políticas lo que está en juego es la conducta no sólo de la dirigencia, que debe ser ejemplar en su accionar para que haya un espejo donde mirarse, sino de una sociedad que debe decidirse de una vez a dejar de fracasar decidiéndose a hacer las cosas bien.
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