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domingo,
17 de
julio de
2005 |
Lecturas
Las voces de una discusión fundacional
Hernán Lascano / La Capital
El desaforado Juan José Sebreli proclamó hace unos meses que en la Argentina ya no existen grandes intelectuales. Desde Sarmiento y Alberdi, dijo, no hubo grandes pensadores políticos. Los que hoy están próximos al entorno del poder son apenas cortesanos, juglares o bufones del rey. No Alberdi y Sarmiento, que habitaron otra jerarquía. "Eran grandes pensadores para su época y además tenían injerencia en política", dijo.
Hay mucho de provocación en la descarga de Sebreli, salvo en la última línea. En Alberdi y Sarmiento se reconocen los polos de una discusión fundacional. Pero se nombra su rivalidad menos para señalar de qué hablaban que para definir territorios de adversarios. Decir Alberdi y Sarmiento es marcar una división fuerte. Tanto como hablar de River o Boca, materialistas e idealistas, amantes del verano o del invierno.
"La gran polémica nacional" es un libro para atisbar precisamente las bases del antagonismo, lo que acercó y distanció a esos hombres que apeados en un desierto debatieron con pasión sobre el armado de un país. Un prólogo de la investigadora Lucila Pagliai enfoca el campo de la discusión: qué cosa era la Argentina en 1853, por dónde habían transitado los polemistas hasta llegar a cruzarse y qué programas vislumbraron para el andurrial donde todo estaba dramáticamente por hacerse.
La rápida entrada deja lugar a la reproducción textual de la célebre correspondencia de Alberdi y Sarmiento. Lo que soñaron, lo que esperaban y lo que detestaron forman el contenido de las "Cartas Quillotanas" del primero y las "Ciento y Una" del segundo. El debate se entabla sobre un escenario de emociones e incertidumbre: En 1851 Urquiza da forma al Ejército Grande que derrotará a Rosas un año más tarde, los desterrados por la mazorca retornan y se unen con entusiasmo a las promesas del caudillo entrerriano de organizar el país. Sarmiento y Alberdi integrarán inicialmente este bando. El primero, como boletinero militar. El segundo, como encargado de negocios de la Confederación en Chile.
Son hombres lúcidos, visionarios e inflamados de vanidad los que construyen un combate con su correspondencia al no integrar ya la misma facción. Sarmiento marcha al exilio decepcionado con Urquiza, a quien acusa de valerse de favoritos y mediocres para imponer una política tan egocéntrica como la de su odiado Rosas. Alberdi asume que el sanjuanino derivó a la oposición herido en su enorme jactancia, por haber creído ingenuamente que "en tres conversaciones" ganaría al vencedor de Caseros para su propio proyecto.
Los dos acusan al otro por el inicio de la polémica, pero ya no importa quién desafió a quien. La disputa demuestra pasión, pero también una riqueza de fundamentos donde asoman idearios y sueños: cómo se conciben, qué valor dan a la formación académica en la que Alberdi aventaja a Sarmiento, cuál al compromiso físico en la batalla donde el cuyano busca prevalecer. Cómo legitiman la idea de por qué y para qué ocupar un cargo público, cuál debe ser el rol de la prensa, cómo fundar una autoridad que requiere fortaleza para cohesionar un enorme territorio sin enterrar dos preceptos políticos dominantes en la época: el federalismo y la libertad.
Son dos jacobinos chocando con el ardor de quienes se saben protagonistas de la historia y desean trascendencia. Los estilos difieren, el fervor no tanto. Alberdi procura subordinar la forma al objetivo: su agenda es discutir sobre colonización, política externa, legalidad y comercio y si ataca a su rival es subsidiariamente en función de la defensa de sus intereses. A Sarmiento disimular que detesta a Alberdi le importa nada. Y entonces la polémica vibra con sus graciosas bravuconadas. El más analítico, elegante e instruido Alberdi lo había llamado "redactor de boletines", "publicista" y "escritor de periódicos". Sarmiento es directo: le contesta que él sólo es maestro de escuelas, lo trata de "truchimán", "leguleyo", "reo", "esponja de limpiar muebles que absorbe todas las ideas junto con el lodo". Y no para de burlarse de su poca predisposición al combate franco: mientras él se enroló en la guerra del 51, Alberdi "puso el Atlántico de por medio".
Sus vanidades los distancian y defienden lo que ya tienen probado en sus conciencias. Pero el abogado y el educador se refieren a repertorios no muy distintos de ideas para aportar al mismo desafío: construir una tradición normativa e institucional perdurable en un espacio debilitado por cuarenta años de guerras internas.
Desde sus inmortalizadas consignas ("Gobernar es poblar", en Alberdi, "Civilización o barbarie", en Sarmiento) los dos polemistas entrevén un proyecto donde hay sustentos compartidos. En ambos hay mucho de idealismo voluntarista y romanticismo europeizado antes que fe en una población de la que desconfiaban, como dice Nicholas Shumway en "La Invención de la Argentina". Pero uno y otro buscan un plan para domesticar la tierra, colonizar, instalar infraestructura, dar un marco previsible a un lugar inhóspito.
Y educar. Presente en Alberdi y más explícita en Sarmiento vive la idea del valor de lo escrito y leído. Apuntándolos, el historiador Tulio Halperín Donghi resalta la importancia de la palabra escrita en una sociedad que busca organizarse en torno a un mercado nacional que empezaba a nacer. ¿Qué ven Alberdi y Sarmiento más allá de su disputa? Que si la sociedad en ciernes precisa una masa letrada es porque requiere, en realidad, una vasta masa de consumidores. Para crearla no basta la difusión del alfabeto, dice Halperín, sino la del bienestar y de las aspiraciones a la mejora económica a partes más amplias de la población nacional.
Con retórica, desvaríos, lucidez e ilusiones de eso hablaron en sus cartas estos dos grandes pensadores que además tenían injerencia en política.
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