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domingo,
17 de
julio de
2005 |
Interiores: perder tiempo
Jorger Besso
Nada más molesto y a veces hasta angustiante que perder el tiempo y a la vez tantas veces inevitable. Obviamente, lo contrario es aquello de ganar tiempo. Sería el clásico ejemplo de hacer las valijas un par de días antes del viaje ¿para qué? Pues, precisamente, para ganar tiempo. Sin embargo lo mismo puede llegar a suceder cuando se aproxima la fecha del regreso del susodicho viaje, y las valijas anticipadoras ahora de la vuelta, dejan el balance en cero al quitarnos los días que creíamos haber ganado.
Es que, como se sabe, el humano se lleva bastante mal con el tiempo, al igual que con el poder, verdaderas cryptonitas de color seguramente tan verde como la materia cósmica que ponía límite a la omnipotencia de Superman. El tiempo y el poder son dos monstruos, cada uno con un solo ojo, para que no haya dudas con el enfoque único. El que tiene poder le teme más que a ninguna otra cosa al tiempo, ese monstruo que lo acecha de un modo inexorable, sólo paliado por el sueño imposible de una prolongación infinita de su reinado, sueño condenado en su vertiente más optimista a terminar en el freezer de Disney a la espera de que la ciencia logre la inmortalidad.
En un sentido opuesto, los que tienen tiempo en este planeta son los que no tienen trabajo. Pero para colmo no pueden "aprovechar el tiempo", menos aún irse de vacaciones ya que en ese caso se trata de los millones de seres que no tienen poder, salvo el poder de poder morirse con muy pocas esperanzas (o ninguna) de que en ese final haya alguna dignidad.
En el resto del planeta las legiones de humanos tienen que administrar su cuota de poder en su ecuación con el tiempo para lo que tienen que lidiar con otros dos monstruos subsidiarios de los anteriores:
u Las determinaciones económicas.
u Las determinaciones neuróticas.
El problema es que ambas determinaciones nos atrapan en un cruce imposible de evitar, entre la avenida externa de la determinaciones económicas y la avenida interna de las determinaciones psicológicas. Las determinaciones económicas nos meten en lo que en las jergas económicas y sociológicas se llama un "segmento", es decir una parte de la población civil con un determinado perfil, actual y potencial, económico y social, en suma un poder adquisitivo y de crédito, segmento que comprimirá a la mayor parte de los segmentados toda la vida, salvo azar.
Por su parte las determinaciones neuróticas hacen lo suyo desde adentro lo que viene a constituir una de las mayores incomodidades de nuestra vida, ya que dichas determinaciones nos quitan determinación, o sea el impulso para realizar muchas cosas. Lo que no deja de ser una bendición para la sociedad y para sus propios integrantes ya que la neurosis en un recorrido simple pasa por los ascos, repugnancias, inhibiciones, frenos varios, fantaseos que se quedan en el cielo y no llegan a la tierra, impulsos que se interrumpen o que se reprimen, o que directamente están reprimidos, o las tantas acciones que se detienen o que están detenidas en algún fondo.
En suma, todo este combo interior que de una u otra manera puede albergar cualquier alma impide, para la bendición de todos, que aflore el monstruo que cada cual lleva adentro. En este sentido se podría pensar en la epidemia de horror que se desparramaría por la ciudad si hubiera cámaras escaneadoras del alma que mostrara en pantallas oportunamente situadas el estado de la psiquis de los conductores, que en muchas ocasiones aplastarían al otro, especialmente en los pasos cebra (sendas peatonales).
No menos horror podría desencadenar la misma cámara ocupada o enfocada hacia los peatones que constituyen la otra parte (por lo general víctimas) de la lucha cotidiana en las calles urbanas. Calles de la que todos se creen dueños por monstruosidad propia. Tanto los que van vestidos en auto, como los que circulan desnudos del tan preciado vehículo, se llevan muy mal con el mencionado paso cebra, y es precisamente en ese punto que los dos seres vienen a coincidir en un malestar común: el paso cebra es una pérdida de tiempo inadmisible.
El poderoso conductor, embebido en su omnipotencia fálica no entiende, o se fastidia, al tener que perder el tiempo ante un ser sin auto que se sirve de la cebra para rayarlo con esa demora instantánea. Por su parte los peatones (es decir los seres sin autos) en su falsa inocencia no toleran la tremenda pérdida de tiempo y se rayan ante la posibilidad de cruzar por los pasos rayados en lugar de ir directamente hacia el objetivo: el kiosco a mitad de cuadra.
Visto de esta manera, una sumatoria de rayados circula por la ciudad, (sumatoria de la que formamos parte) y que de no ser por aquella burocracia interior de la neurosis habría una suerte de noticiero "Crónica" generalizado. Pero más allá de las determinaciones económicas y de las determinaciones neuróticas, es bueno recordar que el tiempo se pierde desde el primer día hasta el último en el que somos retirados del espacio, y sólo nos queda el tiempo del último deterioro. De modo que no se puede vivir sin perder tiempo por la misma razón que no podemos hacer la tortilla sin perder huevos.
De más está decir que cada uno emplea su tiempo cómo quiere y cómo puede y con las correcciones de rumbo que va logrando. Pero lo que no está demás decir, o sea recordar, es que la impaciencia forma parte, y de un modo principal, de las patologías del tiempo en tanto y en cuanto es la madre de todos los vicios, sobre todo de los vicios ideológicos que confluyen en un desprecio explícito o implícito hacia la reflexión a la que ven como una pérdida de tiempo.
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