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 sábado, 07 de mayo de 2005  
Reflexiones
El imperio goza de buena salud

Jorge Levit / La Capital

En julio de 1945, a sólo dos meses de la victoria aliada sobre Alemania, los británicos debían elegir gobierno. La guerra en Gran Bretaña se sintió como nunca antes ningún otro conflicto armado. Bombardeos nocturnos durante meses sobre Londres y otras ciudades, incendios que nunca se terminaban de apagar, miles de víctimas y familias desmembradas por el envío de los niños a lugares más seguros. Inglaterra estuvo muy cerca del colapso y sin la conducción política del entonces primer ministro Winston Churchill la historia tal vez hubiera sido otra. Tras la guerra, los británicos le dijeron no a un segundo gobierno de Churchill pese a que fue reconocido por todos como el salvador del imperio. Los tories y Churchill debieron esperar hasta 1951 para volver al poder.

A 60 años de aquella más que anécdota de la historia, cuando el pueblo británico le negó el voto a quien lo había salvado del desastre, Tony Blair logra acceder a un histórico tercer mandato, caso único de un líder laborista. Si la participación inglesa en la Segunda Guerra Mundial estuvo ampliamente justificada por el avance del nazismo en Europa, hoy se advierte que la presencia británica en Irak es a todas luces cuestionable. A Churchill lo apoyó todo el pueblo durante la guerra, pero a la hora de renovarle su confianza tras la contienda los ingleses cambiaron de rumbo. Blair, sin embargo, cuestionado hasta dentro de su propio partido y acusado por los opositores conservadores de mentir sobre las causas de la invasión a Irak, gana las elecciones aunque sea con poco margen y menos poder parlamentario.

Pero lo cierto es que seguirá siendo primer ministro.

¿Por qué un pueblo que cuestiona con agudeza la participación de su país en Irak vuelve a votar al responsable de haber tomado esa decisión? ¿Por qué ocurre un fenómeno inverso al de 60 años atrás?

Churchill se negó a emprender una serie de reformas sociales que tal vez le hicieron perder las elecciones y Blair, que ya no habla de la alternativa política de una Tercera Vía, no les restó preponderancia en su campaña a las cuestiones domésticas, mucho más acuciantes que la situación en Irak a miles de kilómetros de la isla. Pero una explicación tan lineal como la anterior para abordar este fenómeno sería incompleta. Porque si ese fuera el mecanismo para ganar elecciones, sería muy fácil para los políticos advertir por dónde pasa el mensaje electoral. Tampoco, entonces, se podría entender la reelección de George Bush en Estados Unidos. Invadió Irak, donde todos los días mueren soldados norteamericanos, la economía no logra emprender un sostenido crecimiento, las tasas de interés eran hasta hace poco las más bajas en 40 años, el déficit fiscal es monumental y la política impositiva sigue favoreciendo a las corporaciones. Con todos estos antecedentes y otros no menos lapidarios, Bush va por su segundo mandato en la Casa Blanca. ¿Puede compararse con lo que ocurrió con Blair?

Bush y Blair, un republicano y un laborista, son la cabeza visible de un imperio anglosajón que a fuerza de su tecnología militar trata de sostener su hegemonía sobre la economía mundial. Terminar con un criminal como Saddam Hussein puede ser visto hasta con simpatía, pero las masacres que todos los días castigan a Irak eclipsan esa empresa. Porque si se tratara de acabar con las injusticias en el mundo, habría que intervenir Sudán para evitar el tráfico de esclavos, impedir que en varios países del sudeste asiático se promueva la paidofilia o erradicar la miseria que afecta a la mitad de la población mundial. Pero estas campañas no prosperan porque carecen de interés estratégico político-económico.

Los conflictos internacionales, en un mundo globalizado como el actual, pasan a ser tan importantes como los locales. La vida cotidiana de la gente está ligada a los avatares de las políticas externas e internas. Si el dólar se aprecia o devalúa respecto del euro o si la producción mundial de crudo se aquieta y suben los precios, afecta tanto como cualquier disposición menor de orden interno. Y esa es tal vez la lectura de norteamericanos e ingleses, que no quieren resignar su calidad de vida aunque ello signifique que sus tropas se conviertan en gendarmes del planeta. Por eso votaron a Bush y a Blair y no permitieron que una nueva concepción de un mundo más distendido pueda asomar. El imperio goza de buena salud porque, por ahora, tiene respaldo popular.

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