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 miércoles, 04 de mayo de 2005  
Reflexiones
Una ciudad, muchas ciudades

Jorge Riestra (*)

La ciudad, la gran ciudad, la urbe contemporánea es, a la vez, una y muchas. Una, porque así, como un punto compacto aparece en los mapas, en las hojas de ruta, en los expedientes judiciales y administrativos, en su propia historia, vista y contada como se ve y se cuenta la vida de un ser humano predestinado a crecer fuerte y seguro de sí mismo, desde el chico que nada presiente al hombre que busca y encuentra, un cuerpo que viene desde la lejana aldea y se trueca, como sin quererlo o advertirlo, dinamismo puro, en ciudad y después, un siglo después, pero ya explosivamente, en gran ciudad de nuestro tiempo -cambiante el clásico damero original, cambiantes su población, su economía, sus fuentes de trabajo y riqueza, su perfil edilicio, sus afanes culturales, su estructura institucional (y detrás la gente, su vida y sus sueños, su ir y venir incesantes y tantas veces vanos, los logros en todos los órdenes, frutos de su visión, tenacidad e inteligencia, y su reiterado cansancio, su mirar hacia arriba y hacia abajo, su risa, su llanto y las pérdidas que habrán de acompañarla hasta la muerte)-.

Y es muchas porque contiene tantas ciudades como habitantes la pueblan, cada uno con su trozo desmembrado de ciudad, su invisible mochila-corazón cargada de trazos, de contornos, de esquirlas de la urbe que periódicamente estalla sobre las cabezas de todos como un sol candente, quizá porque la totalidad es realmente imposible de abarcar o quizá porque siendo la idea de totalidad extraña a la época, ésta, totalitariamente, ha impuesto la fragmentación. Cada uno con los pedazos o tramos de veredas que sus zapatos o sus zapatillas deportivas o las cubiertas de sus automóviles pisan (pero en este caso habría que remitirse a las calzadas y a las distancias salvadas diariamente de ida y de vuelta a la velocidad que permite el tránsito o regulan los semáforos) cuando los usuarios se dirigen a los lugares donde trabajan, estudian, juegan, compran, venden, se divierten, haraganean, se aburren, aman; con su paisaje semanal de ribera y río y el otro, asimismo semanal, que se abre a los costados de las sendas -casi la cuadrícula- del supermercado, algunos de los cuales, en franca competencia con la ciudad que les dio albergue, también se tornan día a día inabarcables.

Y más todavía, pues dispuestos en hilera, ya flexibles e impacientes, ya encorsetados, rígidos y resignados, se eslabonan los desdoblamientos sucesivos que convierten al niño -y a la niña- en adolescente, al adolescente en joven, al joven en adulto y a éste -largo el camino, largo el trajinar- en anciano.

Nominándolas, asoma la ciudad de la infancia, el alba, pequeña, exigua como una hoja de cartulina blanca pintada a la acuarela con rojo vivo, amarillo solar, azul marino, verde -y verdes- de la naciente primavera.

Imprecisa la hora de su iniciación, se perfila la ciudad de la adolescencia, la más nueva de las ciudades yuxtapuestas en la gran ciudad, que desdeña a la del alba y se aparta, abroquelándose, de las siguientes, indisciplinada, arrogante y envuelta en una bandera que aúna la autonomía y la libertad, para que las ciudades paralelas, las históricas, las de prosapia, sepan que ha conseguido definir lo que hasta no hacía mucho era indefinible, aquel pie disconforme sobre la niñez y el restante, sólo en apariencia experimentado y resuelto, pues por dentro temblaba, sobre la primera juventud.

Más cerca de la ciudad de la infancia -¿el despertar de la nostalgia?- que de la ciudad de la adolescencia, a la cual rechaza no por su voracidad sino por la altanería que constituye su pomposo ropaje, comienza su recorrido la ciudad de la juventud, la de los cantados y poetizados años azul y oro, la de los hallazgos sorprendentes, incluso el amor, la de las partidas soñadas y vividas, la de las decisiones ejes de la vida, la de la apertura al mundo, ensoñada, pujante y derramándose -prodigándose- impulsada por el ansia, ciudad extendida y proteiforme que durante los períodos de transformación, o de su esperanza -el país político, las auroras-, siembra pensamientos, espíritu, carácter e ilusiones en muchachas y muchachos recién nacidos para las luces y las sombras del siglo y que, en cambio, gira hacia el pragmatismo y la banalidad cuando el país político, resquebrajado, exhausto, en retirada, cede el terreno al económico.

La ciudad de la adultez, cuyo objetivo primordial, para nada oculto, es la solidez -un par de piernas bien plantadas sobre el pavimento-, se vislumbra -¿leyenda, realidad?- como un estuario donde se aquietan las agitadas aguas juveniles, el espacio policlasista que aloja a la celebrada madurez, sabia, equilibrada y grave en las mitologías urbanas, cuando se cosecha lo cultivado por los años de formación, los preparatorios.

Normalmente se aleja, cuanto puede, de la vejez; se aproxima, sin confundirse nunca, a la juventud; se irrita con la alborotada adolescencia; se impacienta con la niñez. Donde están el poder, el prestigio y el dinero compite consigo misma y con los mayores, a los que intenta reemplazar. No son temas apropiados para los adolescentes y los niños; y los jóvenes pueden esperar.

Quinto fragmento interior de la urbe, y el último, porque unos pasos más allá está la puerta que da al adiós, tan inconfundible y ubicua como la ciudad de la infancia, desperdigada por las arterias y las venas ciudadanas como si integrara la ciudad de la juventud y, sin embargo, llamativamente lenta en un mundo seducido por la velocidad y dominado por la urgencia, prolifera y bulle a su manera, o sea con una marca de silencio y soledad, la ciudad de la vejez. Atrás, bastante atrás, quedaron los tiempos en que era considerada venerable. Las nuevas sociedades, las de la canonización de la insolidaridad y el dinero, la han calificado, subrepticiamente, como material descartable.

Si bien la ciudad, presionada por la aceleración, la inseguridad y las crisis, es la del día que se vive, también es cierto, y lo saben las cinco ciudades que la conforman pues su vida y lo heredado vienen de lejos, que ha gozado y sufrido los vaivenes de prosperidad y caída protagonizados por el país durante, por lo menos, la segunda mitad del siglo XX y el principio del XXI. Y si reflejó y aun multiplicó aquella luz de progreso y bienestar, asimismo testimonió, con un alto voltaje de patetismo y dramaticidad, los cataclismos políticos, económicos y sociales que por las calles de su gente esparcieron no sólo el desconcierto, la desazón y la angustia, sino, además, carne de segunda, depreciada, la penuria, la pobreza y finalmente la miseria como en tiempos el labrador legendario habla dejado caer los granos de trigo en los surcos abiertos por el arado precursor.

(*)Escritor rosarino, premio Nacional de literatura 1983/86


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