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 miércoles, 20 de abril de 2005  
Reflexiones
El mundo que deja Wojtyla

Pablo de San Román

La muerte de Juan Pablo II ha permitido -además de cuantiosos respetos y homilías- momentos de balance sobre el mundo que deja. Su enorme proyección hace que la reflexión no sólo sea sobre el hombre, sino sobre las circunstancias del mundo actual. La valoración de la tarea misional será escrupulosamente hecha por los conocedores, pero habrá un balance de situación de rigurosa actualidad.

El mundo que deja Karol Wojtyla es de una conflictividad inusitada. Los días de disputas ideológicas y de sospechas Este-Oeste -que casi llegan a la confrontación nuclear- parecen básicos en relación a los nuevos dilemas. El auge del terrorismo, las prácticas fundamentalistas, las necesidades del desarrollo y la latencia de los nacionalismos producen una sensación de justa inquietud.

Es que son pocos los elementos que puedan hoy ponerse en el haber internacional. Apenas la notable performance económica de los países del sudeste asiático, el viraje hacia signos de mayor libertad de la China comunista y los avances acostumbrados de la ciencia. Podríamos incluir además la consolidación del espacio europeo, la continuidad de las democracias en América latina y la edificación de una conciencia internacional cada vez más gravitante. Todo ello en la cuenta del haber.

Los más minuciosos dirán además que jamás se vivió una etapa de acceso a los bienes culturales tan extendida y masiva como en la actualidad. Que el desarrollo de las tecnologías de la comunicación es tremendamente influyente en la creación de conciencias compartidas, y en la lectura menos ingenua del carácter internacional. Pero aún así, el haber sigue apareciendo como notablemente débil.

El drama diario que viven las sociedades radicalizadas hace impensable alguna consideración piadosa. La barbarie fundamentalista exhibe sus convencimientos de muerte como una tarea del designio. La opresión, la pobreza y la inanición moral y educativa actúan como el instrumento de cultivo perfecto para estas expresiones. No sólo de una radicalización dogmática, sino de la más abyecta falta de esperanzas, de oportunidades y de libertad. El signo de la opresión y su reacción extrema habitan en el debe.

El mundo desarrollado aún se encuentra en debate. El terrorismo ha tocado sus cimientos de paz, sin que haya un acuerdo tácito, al menos, de cómo encarar el problema y de sus estrategias efectivas. Todo el debate se ha concentrado en la reacción bélica, actuando de excelente motivo para pensar en un mundo de confrontación civilizatoria. Nada más grave y pesado para la cuenta del debe.

En el debe se ubica también el subdesarrollo, aquella secuencia de improcedencias políticas, económicas y sociales que actúa como estorbo hacia un despliegue saludable de sociedades de recursos y de condiciones naturales indicadas. La imposibilidad de encontrar caminos de desarrollo es hoy un debe fundamental. Administraciones advenedizas y cálculos pitonisos sobre el destino económico transforman a las sociedades en fracasos preescritos. América latina es tal vez el ejemplo más claro. No porque desee asignarle la propiedad de gobiernos improcedentes, sino porque la enorme riqueza de sus recursos jamás redunda en el bienestar de sus habitantes.

El signo del análisis se oscurece aún más si se orienta hacia otras regiones. La violencia nacionalista rusa -el terrorismo ocasionado por el ultranacionalismo-, la escuálida paz en los Balcanes, el tremendo hastío del conflicto en Oriente Medio y la escandalosa matanza africana son recurrentes lastres del haber.

El balance, como se ha dicho, no deja espacio para la incredulidad. La capacidad de satisfacción económica (y política) ha prosperado en segmentos concentrados del planeta. La capacidad de transmitir el potencial creativo a la sociedad y de esperar de ella los beneficios encuentra más obstáculos de lo esperado. En muchas ocasiones, como hemos visto, la confrontación y la ceguera reemplazan la opción enérgica y creativa del hombre. El progreso encuentra en estas expresiones -y en las desidias gubernativas- su oposición más directa.

Lo que se espera de aquí a un tiempo es que los diálogos fecunden. Que tomen el camino de la acción concreta y que haya una verdadera cooperación de paz. No hubo signos determinantes en este sentido. Sólo declaraciones oportunas de interés y cumplidos protocolares. Pero no una acción comprometida (Wojtyla constituye una evidente excepción). Lo que se plantea no es el perdón de las obligaciones, sino la asignación de responsabilidades. Aquellas que contengan como meta la regeneración de la propia sociedad. Que hagan de la ley el imperativo categórico de la convivencia.
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