| domingo, 27 de marzo de 2005 | Una misa carcelaria El escritor Jorge Barquero paso diez años en prision y convirtio esa experiencia en literatura. Aqui se ofrece unO DE SUS relatoS Jorge Alberto Barquero Desde lo alto se derramaron sobre los presos las solemnes notas de un Angelus, y un nutrido coro, acompañado por el órgano, comenzó a cantar el encarnado canto que resonó, conmovedor y apacible, en las desnudas paredes del templo y llegó hasta los muros del penal y más allá, hasta las calles vecinas abarrotadas por un inmenso gentío. No. No. No. Nada de eso.
La misa se celebraba en el rellano amplio de una escalera cuyo único sostén era un revoque dieciochesco para nada romántico. Una mesa de ocasión, y sobre ella, desde el interior de un portafolios de cuerina, se iban depositando algunos pocos objetos que el cura extraía con unción, sin dejar por ello de vigilar con cara paternal a sus escasos acólitos: una docena de infieles.
Un muestrario de rostros sin par jalonaba en semicírculo el apretado rectángulo del descanso. Había caras que hubiesen conseguido la renuncia del más intrépido de los inspectores en jefe de la Sureté de París: rústicas, turbulentas e insatisfechas; las había contenidas, inquietantes y claramente amenazadoras. Unos conversaban con un resto de ánimo y otros sólo intercambiaban monosílabos, pero nadie dejaba de observar a hurtadillas el candelero y la patena como asignándoles un valor de reventa. Y estaba mi mirada, aturdida y vaga, signo y postura de una expulsión confusa de sentimientos: ondeaba en el aire magro un candor violento frenado y sostenido por una evidente turbación machista. La desceremonia que se les ofrecía resultaba afín al transcurso actual de sus vidas: directa, sin sortilegios, modesta y respetuosa. Allí la homilía era el chamuyo del fraile; la transustanciación del cuerpo y la sangre, una ofrenda portátil; y la comunión, una jactancia desinhibida. Solamente los inevitables pasajes en latín inducían a los internos a un sopor litúrgico que tenía más de sopor que de liturgia. Se contaba que no pocos alzamientos tuvieron su origen en ese ritual sabatino. Pero en aquella tarde dos de mis tantas presunciones se unirían en la desmentida: ninguno de los asistentes cabalgaba en la curvatura descendente de la delincuencia y ni unos de ellos paralizaba un gesto en el que se pudiera bosquejar el desenlace de una conjura. Ese era, pese a todo, el sitio donde la población carcelaria -titulares o mensajeros- desanudaba entuertos, abdicaba de ojerizas o tejía fantasiosos contubernios.
El cura, regordete y bonachón, estaba ya sordo de tanto rumor sedicioso y era así como flemáticamente el ejercicio de su ministerio estabilizaba el misterio. De todos modos, las autoridades de la cárcel seleccionaban a la concurrencia de manera tal que uno acababa considerándose un doble elegido: por Dios y por el Estado.
(Y entre dos velas escasas, el mensaje inimputable de Dios, obsecuente y secular, amenazado por la exquisitez de ningún color. Y mi pena por la pena.)
El sacerdote, de pronto, se puso a repartir una hoja con cánticos. Cuando se me acercó, noté que su mentón y mejillas se hallaban disimulados por una barba sabiamente descuidada; no obstante, una acentuada lividez inundaba las mejillas del buen cura cuando al levantar su cabeza distribuía dones y gracias a diestros y siniestros.
Elegida que fue la canción, la voz seminaria y amistosa del cura nos inició en el tono y la melodía correspondientes. Entonces, entonces eran de escucharse esas voces carrasposas, alámbricas y altisonantes de un submundo que acompañaba, si bien con timidez, el énfasis rector y demagogo que procuraba orientarlas. En ese instante un papel, como pudo haberlo sido una puñalada, se deslizó entre mis ropas y un guardia se asomó por la escalera y yo me extravié en la letra. Me recuperé, me uní al coro y allí íbamos todos juntos con flores a María con bronca, con una bronca combativa y desafiante tal, que el guardia no demoró en darse cuenta de que todos, sin excepción, le gritábamos en la cara. El cura, sonriente de beatitud, nos contemplaba como a esos hijos propios que felizmente sus lejanos votos de castidad le habían evitado; y en sus manos entrelazadas, en sus ojos entornados, y en el abanico partido de sus pestañas canas supe que el sacrificio de la misa, al menos por esa semana, había concluido. enviar nota por e-mail | | |