 | viernes, 18 de marzo de 2005 | Reflexiones Autoconciencia y política cultural Juan José Giani Un texto se torna clásico cuando logra emanciparse de su inmediatez. Desbordar los requerimientos analíticos de su estrecho contexto histórico y destilar un plus de sentido que las lecturas venideras harán propio, es lo que distingue a un pensamiento atendible de una herencia intelectual inquietante. Un libro trascendente subyuga menos por lo que efectivamente enuncia que por su arquitectura conceptual; esto es, por la estrategia de abordaje de aquel objeto que motivó su militancia investigativa.
"Radiografía de la pampa", de Ezequiel Martínez Estrada es, qué duda cabe, un clásico. Erudición bizarra, pretensiones ontologizantes y narrativa intrincada se entroncan para cincelar un libro abocado a diagnosticar quejumbrosamente los dolores de la patria. Un palmario temple teratológico preside la confección de la obra, la cual, en el marco ominoso de la década del 30, se esmera por detectar las bacterias que afectan la salud nacional. Refresquemos entonces su tesis básica. La etnicidad americana es el funesto resultado de una violación originaria. Conquistadores hispanos y mujeres aborígenes vincularon sus cuerpos bajo la figura del ultraje, emblema de una doble insatisfacción. La de un invasor desorbitado frente a las exuberancias de la naturaleza y la del indio inerme que sólo pudo sufrir el martirio infringido por el europeo insaciable. Para Martínez Estrada la historia argentina se rige así por el principio de la repetición; escenario locuaz para la sistemática reemergencia de aquel karma iniciático.
Como lo enrostraron los uniformes de Uriburu, las utopías civilizadoras invocadas por Sarmiento eran sólo ficciones, meros simulacros frente a la dureza de un sustrato doliente, infectado. Vacuas superestructuras que se desvanecen apenas nuestro desgarrante origen desata su tempestad latente. El carácter durable del texto, sin embargo, no reside tanto en la calidad de sus apreciaciones como en el sesgo de sus pronósticos. La identidad argentina remite a la desgracia y el plexo de su cultura sólo anticipa testimonios de la desdicha.
"Eurindia", de Ricardo Rojas, admite también cómodamente la categoría de clásico. Insatisfecho también con la antinomia sarmientina, no la recusa no obstante por artificiosa sino por vanamente dicotómica. Lo propio y lo extraño, lo americano y lo europeo no deben concebirse como irreversiblemente colisionantes sino como perpetuamente combinables. Exotismo e indianismo serán los términos que seleccionará Rojas para describir los polos de una filosofía de la cultura diseñada en clave romántico-historicista. El contacto primigenio entre el habitante autóctono y el ajeno de ultramar no adquirió un formato de antagonismo traumático sino de interacción perfectiva; versión local de una dialéctica inclusiva donde cada etapa sociohistórica deviene sedimento, suelo nutritivo siempre abierto a la que sigue.
La recorrida por nuestros rasgos identitarios entonces, no segrega aquí angustia sino inquieta esperanza, por cuanto la lógica de nuestro fundamento cultural permite conjurar la acechanza cosmopolita sin repeler los buenos sabores del elemento foráneo.
"Fragmento preliminar al estudio del derecho", de Juan Bautista Alberdi, integra nítidamente, por último, el breve acervo canónico que venimos puntualizando. Persuadido de que la Revolución de Mayo había acaecido por precipitación histórica, el texto toma a su cargo la tarea de que la transformación política adquiera a su vez sólidas bases filosófico-culturales. Favorecidos por la prisión de Fernando VII, los independentistas alcanzaron la libertad institucional sin contar con las reformas morales e intelectuales que con desarrollo maduro debieron precederla.
Para Alberdi, siguiendo aquí la tradición hegeliana, la libertad es conciencia de sí, autoconocimiento, indagación retrospectiva y plena de los elementos que organizan las entrañas de nuestro ser histórico. Abrumado por el escándalo de la guerra civil, el tucumano aboga por un urgente remedio constitucional; pero para que éste resulte adecuado hace falta la mirada romántica, un ojo atento a la singularidad nacional en el contexto de un orden universal en estado de progreso. Filosofía-Nación-Constitución, trípode inseparable que tornará factible una inserción genuina en la prosperidad occidental. Alberdi es, en algún sentido, el primer nacionalista. No por exceso de autoestima, sino por enfática y afable voluntad de introspección.
El texto al que aludimos es, vale ahora señalarlo, anfibio, perturbador. Como en Rojas, la pasión identitaria acompasa y argumenta venturosos destinos de la patria. Algo bueno debe haber en Rosas si el instinto del pueblo insiste en plebiscitarlo. A su vez, como en Martínez Estrada, el bisturí arqueológico se topa en determinado momento con cánceres fundacionales. El componente hispano que nos impregna anuncia oprobiosos padecimientos futuros.
Las políticas culturales en la Argentina han tenido hasta aquí básicamente dos orientaciones. Una, de perfil digamos correctivo, nos imagina compuestos por alguna falencia a extirpar. Pedagogizante y enérgica, la antropología que la subtiende se muestra ofuscada y condenatoria. La otra, mostrativa y eufórica, confía en algún germen virtuoso que soterrado y pujante, requiere ser rescatado y enaltecido. El Estado no restaña ni aconseja sino apenas amplifica, financia rutilantes esencias nacionales.
La programática agridulce de Alberdi parece a esta altura un territorio más recomendable. Una política cultural que no se asiente en la exaltación ni el fastidio puede encontrar en aquel texto fructíferas pistas. Quiero decir. Una combinación apropiada entre una fenomenología sincera de las conciencias realmente existentes y una tarea orientativa que no degenere en dogmáticas jerarquías de la belleza. Una gimnasia estatal enfocada a la construcción de un conocimiento minucioso de nosotros mismos, apuntalado en una pluralidad de voces que no se abroquelen en sus respectivas diferencias sino que se conecten dialógicamente a partir de sus variadas riquezas. Un entusiasmo por componer los fragmentos de una totalidad sólo tendencial, que no admite a priori la condena ni la petulancia; apenas un imperturbable afecto por el futuro colectivo.
En todo caso, esta búsqueda deberá alimentarse de dos plataformas ético-políticas que funcionan como inquisitivo subsuelo pre-reflexivo. La carga genéticamente imperialista de las prácticas discursivas ramplonamente globalizantes y el escándalo de consentir una humanidad donde conviven lujosas mercancías con estómagos maltrechos.
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