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 miércoles, 12 de enero de 2005  
"Murió de sida"

Pedro Miguel

El jueves pasado Nelson Mandela anunció la muerte de su hijo Makgatho, de 54 años. Según los despachos cablegráficos, el viejo líder, con aspecto notoriamente frágil, comunicó en una conferencia de prensa en Johannesburgo, en forma simple, brutal y tierna, que Makgatho falleció de sida, y pidió al mundo que deje de esconder el padecimiento.

No deja de sorprenderme ese Mandela. Hace mucho tiempo que lo tengo por la más trascendente figura ética y política de la segunda mitad del siglo XX, período prolífico en héroes fallidos y estatuas que no resisten la prueba de dos décadas. Los movimientos de liberación y resistencia de esa época desembocaron en muchos mausoleos y cultivaron, por regla general, una necrofilia irreflexiva. Tal vez no fuera sencillo comprender, en ese entonces, que "patria o muerte" es una alternativa carente de sentido porque la muerte es un alivio demasiado general como para considerarla opción a la carencia de patria, y porque las únicas patrias posibles -si es que quedan algunas- son las que se construyen fuera de los perímetros del cementerio. En la medida en que una concepción social mínimamente lúcida ha de partir de la premisa de que las sociedades son conjuntos de seres vivos, las propuestas de transformación social viables deben pasar, necesariamente, por una defensa de la vida: la propia, la de los correligionarios, la de los adversarios y la del prójimo en general.

En algunas circunstancias el Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela recurrió a la lucha armada y hasta fue catalogada de "organización terrorista" -cómo no- por el Departamento de Estado. Pero, en los trazos fundamentales, el líder sudafricano mantuvo la batalla contra el racismo estructural que imperaba en su país en un ámbito primordialmente político. También comprendió que más valía permanecer vivo, aunque fuera preso, si es que pretendía mantenerse al lado de la causa. Y vivo logró negociar el fin del apartheid, y vivo se convirtió en el primer presidente de la Sudáfrica libre y democrática contemporánea.

No fue ésa la única lección vital de Mandela para el mundo. Ya octogenario, y divorciado de la insufrible Winnie (el adjetivo no es expresión de misoginia, sino de winnifobia), el presidente se casó, en terceras o cuartas nupcias, con la mozambiqueña Graça, veterana de la liberación de su país y viuda del fallecido presidente Samora Machel, en una boda en la que pulularon los nietos de ambos. Desde entonces y hasta la fecha, Nelson y Graça forman una pareja de viejos amorosos y combativos que se dejan fotografiar agarrados de la mano y prodigándose arrumacos.

Tras dejar el poder, Mandela se consagró, junto con Graça, al trabajo social y al desarrollo comunitario. El año pasado anunció que se retiraba de la vida pública, y la decisión fue atribuida a su deteriorado estado de salud. A fin de cuentas, ya para entonces el dirigente sudafricano había realizado un aporte inconmensurable al planeta y a la humanidad. En lugar de una muerte heroica nos había regalado una vida fructífera, y aquello era mucho más de lo que podía pedirse a cualquier ser humano. Ahora sabemos que en realidad se retiró para cuidar a su hijo enfermo de sida.

Pero cuando Makgatho falleció, el jueves pasado, el ex presidente no vaciló en informar la causa de la muerte. Es un precedente fundamental para un mundo hipócrita en el que un diagnóstico médico adverso se confunde con un juicio moral condenatorio. Por esa confusión, cientos de miles de sidosos han debido irse al otro mundo disfrazados de cancerosos o diabéticos. El ataúd, en nuestros tiempos, es el último closet. La simulación esconde, entre otras muchas cosas, el hecho de que el VIH ataca a hombres y mujeres, adultos y niños, gays y bugas, castos y promiscuos, curas y sexoservidores, negros y blancos, ricos y pobres, solteros y casados. El primer paso para hacer frente a esa amenaza universal es reconocer su naturaleza y llamar a las cosas por su nombre.

Mandela lo dio. Parece un detalle en medio de la catarata de catástrofes y malas noticias, pero podría volverse el punto de inflexión de conductas hipócritas, vergonzantes e ignorantes que no hacen sino facilitar la propagación de la epidemia. Tal vez la declaración, amorosa, dolorosa, honesta y simple sea, ahora sí, su último regalo para el mundo. En lo personal, me gustaría que Nelson Mandela no se muriera nunca.
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