| domingo, 09 de enero de 2005 | Las cartas que nombran el abandono La expresión de un catálogo de desgracias silenciadas por la condena social En cualquier carta hay una dualidad contradictoria: una firma y una palabra que se ofrece y está presente pero para disimular una ausencia: la de la voz; la de un cuerpo. Las cartas -breves esquelas- que las madres abandonantes dejaban junto con sus hijos en el torno del Hospicio de Huérfanos de Rosario hacia fines del siglo XIX y principios del XX, cumplen literalmente con esa condición. Las cartas, junto con las señales, nombran el abandono. Son su huella. Están ahí para decir que mamá ya no está.
Siendo las cartas un medio de comunicación diferida, en estos casos la distancia se multiplica porque, en su mayoría, se escriben con la complicidad de un tercero que es el que "sabe escribir" y el que conoce el procedimiento. Abogados, parteras, curas, monjas y allegados más o menos alfabetizados son los que interceden frente a la letra desconocida para dar cuenta de los deseos de las madres respecto del destino de sus hijos. En otros casos, falla la ortografía, la sintaxis y hasta el sentido se ve complicado en una escritura ajena a cualquier normativa de mujeres enfrentadas a su indigencia: económica, cultural, afectiva.
A través de un tercero o con una escritura vacilante, entonces, pobres mujeres pobres se construyen como madres, paradójicamente, en la escena del abandono. No es casual que firmen la "Madre" -madre con mayúsculas- o que elijan dirigir la misiva a sus hijos para explicarles su situación: "Querida hija la necesidad me obliga salvarte aquí. Nunca jamas me olvidaré de ti" (19/02/1895).
La ocasión del abandono pone a estas mujeres frente a su condición de madre. Al dejar a sus hijos en el Hospicio se reconocen como tales. El sentido común y las instituciones las condenan: "¿qué clase de madre es la que abandona?". En 1889, la presidenta de la Sociedad de Damas de Caridad, que conducía el Hospicio en ese momento, se refiere a la tarea del establecimiento diciendo que estaba abierto "la desgracia y la mujer-madre pecadora, no para la salvación de su culpa sino de su inculpable fruto".
A pesar de ello, estas mujeres insisten en las cartas en la necesidad que obliga, en las condiciones que exigen dejar a sus bebés para ser buenas madres; para cumplir con ellos protegiéndolos. En 1895, una de ellas se dirige a la "hermana directora del Orfanatorio de Rosario" diciendo que "no pudiendo sin comprometer mi honor criar a mi hijo, lo confío a la piedad de este benéfico hospicio hasta que yo pueda retirarlo para no dejarlo jamas".
Frente a la desgracia se solicita la gracia del Hospicio y de Dios. Si hoy la Historia lee en la condición de estas mujeres un destino económico de exclusión o el resultado de los procesos migratorios que vincularon a Europa con América, sobre el final del siglo XIX, estas mujeres sólo tienen una explicación (y consuelo): el de los designios divinos. Frente al "pecado" del abandono, la expiación de la salvaguarda. Frente a la desgracia, la gracia de un nombre propio que se empeñan en elegir (en la mayoría de las cartas, las madres, señalan cómo se llaman los bebés entregados) y la esperanza del bautismo. El bautismo funciona en las cartas como otra instancia de cobijo. Los niños son depositados en el Asilo bajo la protección de las Damas pero, también, bajo la tutela de Dios. Con la elección del nombre dan a sus hijos la palabra que les fuera negada: la palabra escrita (y con ella los códigos de una cultura que no las incluye) y la palabra como acción; están tomando una mínima decisión; ellas a las que la necesidad les negó la posibilidad de elegir.
Las cartas que acompañan a los niños expósitos nos ofrecen un catálogo completo de mujeres en desgracia: pobres, locas, muertas o enfermas no pueden hacerse cargo de sus hijos. Sin embargo, sus esquelas están ahí para dar testimonio desesperado de la única opción de la que disponen aunque, al acudir a ella, pierdan a sus niños. El abandono se revela aquí como un gesto de amor generoso antes que como pecado o indiferencia. Ante la certeza de no poder, optan por ofrecerle a sus hijos la protección de otros que están en condiciones de ofrecerle amparo.
De hecho las Actas de la Sociedad de Damas de Caridad dan cuenta de un intenso movimiento de ingreso y de egreso de los niños. Los chicos dejan el Hospicio porque son dados en adopción pero también porque sus madres, padres u otros familiares vuelven a retirarlos. En este sentido, en las cartas se advierte la urgencia del presente que conmina al abandono pero, además, la ilusión del reencuentro. Un dato lingüístico -la conjugación de los verbos- en la escritura precaria de los textos así lo confirma.
Las madres abandonantes yerran particularmente al conjugar el futuro. Se lee en una de las cartas "cuando lo voy a recoger será compensada" y en otra "cuando podré me acordaré de mi hija". En el primer caso, "voy a recoger" está conjugado en el modo indicativo -el de la certidumbre- cuando correspondería el subjuntivo -el modo de la probabilidad-. En el segundo caso, ocurre lo mismo: "podré" es el futuro imperfecto del indicativo del verbo "poder" que sitúa una acción en un futuro indeterminado, pero posible. En este caso, gramaticalmente, también correspondería el subjuntivo, que es el modo que se define como "contrario a la realidad" en el sentido de las condiciones actuales de posibilidad de la realidad en cuestión.
En un tercer caso, la imagen de futuro es más concreta, aunque sujeta a una amarga condición: "pero dentro de dos años si vive la chica la vendrá a reclamar". La imposibilidad del presente introduce una representación de futuro que o bien asume la forma del deseo -"y es el deseo de la pobre madre, á obtener algún día esta su hijita" o del compromiso: en un Acta de 1908 se asienta que una madre, por intermedio del cura rector de San José, dice no estar en condiciones de abonar la pensión de los hijos que tiene en el Hospicio pero pide la consideren "y que en cuanto trabaje (está enferma ella y su esposo) dará lo que pueda por sus hijos porque no quiere perder los derechos de madre".
La mamá de Florentina escribe el 17 de octubre de 1895: "Lo pongo ha este chico porque no tengo con que mantenerlo por eso es que lo pongo". En la repetición final se escucha algo más que una explicación. La madre está respondiendo a la acusación tácita -de la sociedad, del sentido común, de otras madres "justas"-. La redundancia prácticamente en eco reclama clemencia: no tienen, no pueden; se confiesan "débiles para la pesada carga", como declara la Reseña-Memoria de la Sociedad de Damas de Caridad de 1889.
El psicoanálisis ha enseñado que toda carta es una carta de amor porque el amor no se dice, a menos que se interponga una distancia. Estas cartas son cartas de amor porque suplen la caricia y el cobijo de madres forzadas a permanecer lejos, al menos, temporariamente.
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