| domingo, 02 de enero de 2005 | Intolerancias Aún sin que existan posibilidades de que pueda ser comprobado, es más posible que todos los días en la mayor parte del planeta, haya una buena cantidad de humanos malos practicando la intolerancia de la mañana a la noche, o aunque más no sea a ratos. No deja de ser extraño que la intolerancia no sea incluida habitualmente dentro de las pasiones, por ser tan corriente como el amor, o tal vez más, al punto que un perfil mínimo del humano de todos los tiempos nos muestra que somos más intolerantes que amorosos, y eso en los pocos pliegues del alma que aún no han sido petrificados por la indiferencia.
Por lo demás la tolerancia es un verbo de conjugación infrecuente, y la práctica misma de la tolerancia carece de prestigio, en tanto y en cuanto aparece más como una manifestación de debilidad que de flexibilidad y respeto. Si a esto se le agrega que tampoco puede haber una tolerancia ilimitada, la cuestión adquiere aún mayor complejidad ya que la tolerancia tiene un límite más que imprescindible: la intolerancia es intolerable.
Es de toda evidencia, es decir de algo que no necesita demostración, que el color de la intolerancia es el negro. Porque clásicamente la muerte se viste de negro y así anda la parca, guadaña en mano, sacando a la gente de circulación en una decisión a todas luces inconsulta. Cuando la guadaña señala, se suele decir "llegó la hora", expresión curiosa ya que es la hora en que no habrá más horas, y esto sin distinción de edad, sexo o color. Sin embargo no es tan así, pues a muchos, a una gran cantidad de muchos con la muerte es con lo único que dejan de pasar hambre en el llamado continente negro, manifiestamente así, y no por el color de sus gentes sino por lo negra de su suerte.
Suerte tan negra como paradójica, ya que si como se dice la humanidad comenzó a caminar en Africa, mejor hubiera sido detenerse ante la propia frontera en lugar de seguir caminando, y contribuir a la creación de pueblos que luego la invadieron para explotar a los africanos en tanto negros. Precisamente nada como la frontera, o las fronteras para comprobar lo indetenible que son las intolerancias. Tal vez el mejor ejemplo se lo puede observar todos los días entre, probablemente, el continente más culto y ciertamente el continente más negro: Europa y Africa. Los "euros", aún con variantes, son básicamente blancos y prósperos (salvo los desocupados) y en algunos segmentos hasta cultos. Con ellos se puede constatar que la frontera africana es una extraña frontera: se trata de una frontera móvil.
Salvo cambios, producto de invasiones exitosas, lo propio de una frontera es su quietud, de forma que la estabilidad le es esencial al punto que cuando uno se va dormir la frontera está en el mismo sitio que cuando despierta. No pasa lo mismo con la frontera africana dado que cuando se habla con los parisinos (algunos en una perfecta mezcla de soberbia y estupidez) sentencian con la mayor de las seguridades: después de Lyon empieza Africa.
Por su parte los franceses de Lyon o aledaños (algunos de ellos) proclaman con la misma mezcla que en la capital: después de los Pirineos empieza Africa. A su turno, los españoles del norte (algunos) que por lo demás no se consideran españoles (algunos de ellos señalan siempre con la misma mezcla de soberbia y estupidez) y tan orondos: después del Ebro empieza Africa. Y así hasta el continente negro del cual los africanos (muchos) huyen del hambre, para tal vez sin saberlo, caer en el desprecio ya que ese es el precio a pagar por un destino supuestamente mejor.
Es el caso de una niñita negra adoptada por una familia barcelonesa, por lo que parece gente decente, madre profesora, adoptantes de una pequeña proveniente de un orfanato de Etiopía. La tal familia, al no saber el día en que nació la niña ha tomado la decisión de fijar como el día de su cumpleaños el del sorteo de la lotería de Navidad. No tanto porque la niñita se haya sacado la lotería, sino porque ellos consideran haber logrado el fantástico premio.
Demás está decir que se entienden las buenas intenciones de estos padres, pero aún así no deja de llamar la atención semejante asociación con el gordo navideño. Ser un premio para los padres será la tarea a elaborar por la pequeña africana, ya que ese es el sentido que le da su nueva familia, pero difícilmente pueda ser ese el sentido para ella en su nueva existencia en el primer mundo. Más aún cuando se avanza en la larga nota publicada por la revista dominical del diario El País de Madrid, dedicado a este y otros casos, y el propio semanario resalta la frase que muestra con una gran contundencia los lados oscuros que suele tener el amor. Dice la madre: "La sentimos tan hija nuestra que no la vemos negra".
La imposibilidad biológica de que dicho matrimonio blanco tenga una hija negra es transformada, con esta sentencia, en una imposibilidad existencial. Si es hija nuestra, entonces no es negra. Ya que si no la vemos negra, es que no es negra. Aunque no perdemos la conciencia de que sigue siendo negra a pesar de que no la veamos así. Razón por la cual los padres expresan (en la nota) la preocupación de que cuando la niña vaya creciendo (lo que en principio es lo más posible) las demás personas vean entonces lo que ven: es una negra.
Hay en el humano una enorme desproporción entre lo que piensa y lo que reflexiona. Entendiendo por pensamientos todo lo que da vueltas por la cabeza, la más de las veces pensamientos congelados y estereotipados, por lo tanto pensamientos sin juicio que se conocen como pre-juicios, y que tantas veces se escupen hacia fuera sin la menor conciencia, pero que van a pegar en el rostro y en el alma del otro. Reflexión quiere decir poder poner en cuestión y en análisis estos "pensamientos" que vendrían a ser tan poco pensados y tan negros. enviar nota por e-mail | | |