 | viernes, 31 de diciembre de 2004 | Las reglas de un injusto juego de niños Andrés Abramowski / La Capital Casas, galpones y baldíos alternan en este sector del barrio Villa Urquiza, donde predominan las calles sin veredas. La velocidad del tránsito de Rouillón, por donde pasa el 122, le arrima una ajena sensación de urbanidad a la tranquila tarde de barrio. Por momentos se ven obreros en bicicleta, rostros que mezclan el cansancio y la felicidad de tener trabajo. Es la hora de la birra bajo un árbol hasta que la noche se lleve el calor. Alguien se debe encargar de mantener el pasto lo más corto posible sobre las zanjas.
A metros de la esquina de Virasoro y Rouillón -una cuadra al norte de la ex avenida Godoy- vivían Lautaro y Nicolás con su mamá, y otros niños y adultos. En el barrio no los conocen a fondo, pero les dicen "los ocupas", lo cual no suena peyorativo. Varios coinciden en que hace más de un año tomaron una casa en construcción en la cuadra del 5700 y "al final los dueños los dejaron quedarse". Pero nadie pudo especificar la composición de la familia. "Hay muchos pibitos y otra gente que a veces para ahí", son todos los datos que trascienden del interior de esa casa con aspecto de ruina.
Pero a los chiquitos los conocían todos. "Estaban todo el día afuera -cuenta una vecina-, no sólo iban a pedir a la avenida. Vivían en la calle, de día y de noche. Siempre pensé que esto (por el accidente fatal) podría pasar". Es que entre los vehículos que circulan como extraños al barrio, los chicos juegan. Y para algunos, como Lautaro y Nicolás, pedir es parte del juego. Tal vez lo hubieran entendido de otra forma en diez años, secador en mano, como los adultos de 14 años que ruegan en masa limpiar parabrisas en Godoy y Avellaneda.
Tres nenas de unos 10 años juegan con un changuito en la calle. Llevan cartones que les dieron en uno de los tantos galpones del barrio y lo llevan hacia el comercio con más movimiento del lugar: una chatarrería a la que no paran de arribar carros de cirujas y salen camiones repletos de la productividad que genera la pobreza. Las nenas esperan su turno para vender, jugando a ganarse la vida.
Lejos -o no tanto- hay un nene de seis años sentado en el cordón de la rotonda de Pellegrini y Oroño. Parece un recreo en medio de su mandato cotidiano de pedir. La cabeza gacha, escondido a la vista de todos, quién sabe en qué piensa mientras los automovilistas agradecen a la luz verde evitar sincerarse ante la ñata de la pobreza contra la ventanilla. Allí horas después brillará un árbol de Navidad gigante y tal vez el niño no haya vuelto a su casa. Con suerte, Papá Noel le habrá tirado diez centavos. enviar nota por e-mail | | |