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 domingo, 28 de noviembre de 2004  
Anticipo. Una novela premiada en el concurso Manuel Musto
El cielo de Jeremías
El pasado de las colonias santafesinas revive en una ficción que publica en diciembre la Editorial Municipal de Rosario

Rubén Tron

Campo Rincón, noche del 19 de octubre.

El hombre arrimó algunas ramas secas al fuego y se sentó, apoyando la espalda en el tronco del ceibo. La noche recién estaba terminando de caer sobre el río, la isla, la barranca sinuosa y el paisaje de monte y pastizal que se extendía, infinito, hacia el oeste. El hombre buscó, sacándola del fondo de una bolsa de cuero, la Biblia escrita en francés, pero no la abrió. Sintió que el cielo estaba llamándolo por el este y alzó los ojos.

Primero fue un fulgor tenue, casi tímido, señalando el lugar exacto en el que se confundían el cielo negro con la negra tierra o con el agua negra más allá de la isla. Luego el borde de un disco de plata amarillenta y un instante después ya era medio disco brotando de la tierra o del agua y enseguida toda una luna, llena, redonda, brillante, que se elevó por encima del cordón de sauces que festoneaban el borde de la isla.

Entonces, en ese instante, la luna desterró al negro nocturno obligándolo a tomar la forma de las sombras, pintó de un plata opaco el tronco del ceibo y fabricó, en el agua, sin esfuerzo, cintilante, un camino de luz que unió la breve playa, al pie de la barranca, con la arena que seguía siendo noche, al pie de los sauces tristes allá en la isla.

El hombre se quedó mirando la luna que, redonda y blanca ahora, se trepaba al cielo, y escuchando los extraños murmullos acompasados, como latidos, del río allá abajo. "Debería seguir viaje ahora", pensó, pero no se movió. Cerró los ojos y pensó en Martigny, en el valle nevado, en un fuego ardiendo y en su padre contándole historias.

Se durmió, mientras la noche caminaba y el fuego iba extinguiéndose, mientras se dormía también el paisaje bañado por la luna.

Despertó cuando los oyó acercarse. Amanecía. Una claridad rosada se levantaba por el este. El caballo también los había oído, porque el hombre lo escuchó resoplar y luego insinuar un leve relincho que sonó como en voz baja. El viento, fresco, una brisa del sur, susurró entre los árboles. "Es el final del camino", dijo el hombre, en francés, "y el cielo parece estar todavía demasiado lejos para mí. ¿Habré caminado en la dirección correcta? ¿Me habré acercado al cielo, padre?". Se oyeron voces apagadas, se adivinaban movimientos. El hombre se agachó, tomó el pistolón que descansaba junto al recado, sobre la Biblia, y apoyó la espalda en el tronco rugoso del ceibo. "Es mi destino", pensó. Cuando se había detenido allí, al atardecer del día anterior, se había propuesto sólo hacer una pausa para descansar y secar sus ropas, pero el descanso se había ido prolongando en una contemplación arrobada del atardecer en el río. Maravillado, el hombre no había podido quitar los ojos de ese río tan ancho como todo un valle ancho, silencioso y lento como las nubes, que arrastraba desde quién de qué remotas tierras, desde qué extraños paisajes de esta geografía desmesurada, los sedimentos que enturbiaban sus aguas y aquellas plantas acuáticas descaradamente verdes que navegaban indiferentes hacia el mar lejano, girando a veces, deteniéndose por un instante cuando un caprichoso remolino interrumpía de manera apenas perceptible la lasitud de la superficie. Y a medida que la tarde iba muriendo, el hombre había tomado nota de los cambios en el color del río: del marrón al celeste, del celeste al gris plateado, con un sutil toque rosado allí, en el extremo de la isla, donde se reflejaba alguna nube que aún recibía el adiós del sol. "Si me quedara tiempo, aún podría llegar a amar a esta tierra", había pensado en ese momento. Escuchando los susurros de la naturaleza cuando se recoge para pasar la noche, un suave aleteo, el último vuelo, un leve corretear de pasitos menudos, el hombre se quedó allí, en ese paisaje nuevo, esperando entonces no sabía qué -ahora sí lo sabía- y esperando además encontrar en el destino inminente las respuestas a las preguntas que lo perseguían desde hacía ya tiempo, algunas, y a otras, nuevas.

Allí estaban. Los adivinaba acercándose, sigilosos, quizás rodeándolo para evitar la fuga. ¿No veían acaso el caballo, desensillado y sin el freno, atado al tronco del espinillo?. Pudo haberse ido antes, en la noche, continuar la marcha hacia el sur más adivinado que cierto, pero el resplandor que apareció de pronto por el este dando forma a los árboles de la isla, ese anuncio inesperado del nacimiento de la luna lo sedujo. Y, atrapado en ese escenario casi mágico, se había quedado, derrochando un tiempo que no tenía, repartiendo sus miradas entre el fuego amigo y el cielo esquivo.

Revisó la carga del Lafaucheux y luego cerró los ojos. Con los ojos cerrados escuchó gritar su nombre con algún defecto fonético. "Debería corregirlos", pensó el hombre, "no es así como se pronuncia". Le gritaron que estaba rodeado, que se entregara, que iba a ser detenido. "¿Qué debo hacer, padre?", preguntó el hombre en voz baja. "¿Puedo contar con un pedazo de cielo? ¿Habré trabajado lo suficiente para ello? ¿Puedo hacer algo todavía?". Otra vez se oyeron voces, ruidos, preparativos. El caballo estiró las orejas y giró, quedando ahora de frente. Lo oyó resoplar, inquieto. "Señor, tú eres un juez justo", dijo el hombre, y levantó el pistolón.

Dos hombres aparecieron en el claro, caminando agazapados, apuntándolo. Escuchó el desplazamiento de otros, sigilosos, a su espalda. El disparo sonó brutal violando la calma del amanecer y el hombre se desplomó despacio hasta quedar tendido, de costado, abiertos los ojos claros, al pie del ceibo.

Colonia San Carlos, atardecer del 15 de octubre.

(...)Luisa Place terminó de barrer el patio de tierra, apoyó la escoba en la pared del rancho, al lado de la puerta de la cocina, y llamó a los niños que jugaban trepados a las ramas bajas del ombú. Enrique Lefebre, delgado, cabello castaño y barba desprolija, tras acomodar algunas mercaderías en los improvisados estantes y repasar el importe de las ventas del día anotadas en la libreta con tapas de cuero, se dirigió, detrás de su mujer y de los niños, hacia el interior del rancho.

El sol ya se había escondido tras el oscuro cordón de nubes, de un azul plomizo, que anunciaban la tormenta, cuando escuchó el ruido de los caballos que llegaban al patio, y oyó el grito: ¡Francés! Salió pensando "no son colonos" y vio a Santa Cruz y a los otros dos que ya habían desmontado y lo esperaban a veinte pasos de distancia. Lefebre caminó hacia ellos, todavía confiado, e iba a decirles que ya era tarde, y que además no iba a venderles nada más hasta que no le pagaran lo que le debían, cuando vio que quienes acompañaban a Santa Cruz se abrían, uno hacia cada lado, silenciosos y felinos. Vengo a pagarte, francés, dijo Santa Cruz, y entonces, ya demasiado tarde, advirtió Enrique Lefebre su descuido. Leyó en los ojos pequeños, achinados, de Bartolomé Santa Cruz la gravedad definitiva de su error. Adivinó en el gesto decidido, brutal, del otro, su destino, y entonces, aunque lo supiera inútil, intentó retroceder. No debí salir desarmado, pensó, y no debí salir al descampado dándoles lugar para que me rodeen. Retrocedió despacio, un paso, dos, hacia el rancho desde donde, seguramente, abrazando a los niños, Luisa estaría contemplando, asustada, la escena. Miró hacia el rancho de Rey, el vecino más cercano, una mancha borrosa en la luz claudicante del atardecer, el patio seguramente desierto, y pensó que gritar sería inútil, que Rey no lo oiría.
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