| Opinión La lengua y las lenguas Elvio E. Gandolfo (escritor invitado al Congreso) Recuerdo con precisión las tapas, la encuadernación y hasta el tipo de papel de las páginas de las dos colecciones de poesía que buscaba con esmero en la adolescencia para leer poesía traducida. Una era la colección "Los poetas" de la editorial Fabril, con tapas duras baratas, que con el tiempo y el descuido a menudo se descalabran por completo. En un estilo de edición francés, incluían una prolija foto del autor ante la portadilla, y las traducciones, a menudo también, eran de Lisandro Z. D. Galtier. La otra, de superficie de página más grande, y gran elegancia, era la colección de la editorial cordobesa Assandri. En excelente papel, cuando el libro era flamante, o ha sido conservado como un tesoro por su dueño, si se lo consigue hoy, tenía o aún conserva un forro en papel livianísimo y transparente.
En ninguno de los dos casos los libros eran bilingües. Tal vez por haberme formado como lector de poesía en esos libros, no tuve ni tengo hoy demasiado respeto o admiración por la poesía publicada en versiones bilingües. No solía darme cuenta de eso, pero hace poco, al entregarle a alguien una traducción que hice de poetas "beat", el recipiente afirmó: "Es una edición bilingüe, desde luego". "No", le contesté, con cierta insolencia, debo reconocerlo, tal vez contagiado por el tono asertivo de su "por supuesto": "No. Odio las ediciones bilingües".
No era para tanto, desde luego. En realidad las puedo soportar tranquilamente. Es más: cuando mi interés tiene que ver justamente con mi tarea de traductor, o de hacedor de prólogos y notas, hasta agradezco la presencia del original en francés, en inglés, en italiano. Hago funcionar la zona cerebral del trabajo. Pero si en realidad lo que quiero es leer poemas, necesito esos poemas solos en la hoja, sin el amontonamiento de las versiones bilingües que incluyen el original al pie; o los quiero y necesito sin la presencia de espejo deformante del original en el otro idioma, en la página de enfrente.
No se trata de manía de consumidor. En realidad el consumidor final podría plantearse con agrado la opción económica y mezquina: por el precio de un libro, dos. En mi caso, en cambio, sufro por no leer más de lo que quiero, en mi lengua.
Es lo que me ocurre con una delgada antología de poetas prerrafaelistas que tengo en la biblioteca, doblemente corta, por bilingüe con original en página completa.
Peor aún me resulta el argumento de "comprobación". Una traducción, para ser juzgada como tal, tiene que estar solita su alma. El chequeo, el control, muchas veces me recuerda una de las tantas formas de parecer culto con poco esfuerzo: "No es buena la traducción", se suele decir o escribir en una crítica. Pero no creo demasiado en la frase (¡hay tantos traductores en competencia!), si no va acompañada del ejemplo del tropiezo y, sobre todo, de una opción convincente para reemplazarlo en castellano.
Aunque tal vez lo principal sea que esa presencia inmediata del "original" obliga a reconocer su superioridad a través de un ir y venir de una línea en castellano a una línea en otra lengua.
Así, poco a poco, se fractura la lectura (de un poema, nada menos), dentro de la creciente e insondable máquina de fracturar frases y textos que ha ido aumentando a partir de la presencia de la pantalla de la PC primero, y de Internet después.
La opción más decente me parece, en cambio, conseguir el libro en idioma original y, directamente, leerlo allí. O, solo en caso de curiosidad insaciable, conseguir una versión bilingüe y comparar, fragmentar, soportar la presencia gráfica de las palabras que van a luchar, desde otra lengua, contra la lengua propia, sin que el match quede demasiado claro. Sabiendo además que no se está leyendo una traducción, sino poniéndola en el potro inquisidor para ver si resiste, o al fin confiesa. Como tengo la opción, gracias a que traduzco, muchas veces leo el libro en el idioma original, y me impacta. Si el estilo es muy fuerte, sobre todo en una prosa que es tan intensa como un poema (William Faulkner, por ejemplo), percibo cómo me va contagiando el aparato perceptivo, y hasta termino por pensar o percibir en inglés. Si quiero leer versiones definitivas al castellano, leo directamente a Onetti o Saer, que me contagian algo parecido, pero en la lengua natal, y pienso o percibo en castellano como si leyera Faulkner. Si no, me consigo alguna buena traducción, de Borges o de Siglo Veinte, y lo leo directamente en castellano.
Lo mismo me pasa en poesía. Por eso después de tantas mudanzas y traslados, y tanta explosión o pérdida de bibliotecas, se me hace agua la boca cuando consigo a Michaux en "Los poetas" de Fabril, o los poetas místicos ingleses en una traducción de Assandri.
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