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 domingo, 15 de agosto de 2004

Interiores: La vida de las circunstancias

Es más que habitual confundir las circunstancias de la vida con la vida de las circunstancias. El quiasmo es una figura de la retórica que tiene por sentido, precisamente, invertir el sentido de una frase. Cuando se dice las circunstancias de la vida se piensa, por una parte, en lo que se denomina contexto, lo que no es poco, pero el contexto es una suerte de paisaje, y como tal no es lo esencial de lo que ocurre, ya que en tanto contexto es común a muchos (en rigor a todos los que andan circulando por ahí.)

Lo cierto es que al mencionado paisaje llamado contexto se le agregan algunos sucesos más organizados en dos clases distintas: aquellos hechos vinculados indirectamente con uno mismo, y por otra parte los hechos o cuestiones que nos afectan directamente. En el primer grupo se encuentran el tipo de sucesos como la subida o la bajada del precio de la soja en el mercado de Chicago (salvo para los implicados en el rubro), en el segundo en cambio, se agrupan el tipo de acontecimientos que nos pegan de lleno, como cuando nos enteramos que no somos amados por quién amamos, es decir, pasamos de ser amados a ser queridos lo que representa un escalón notoriamente inferior en la danza de la pasión.

Ahora bien, es posible que las circunstancias en cierto sentido tengan vida propia, aunque sea algo en lo que habitualmente no se piensa, ya que las susodichas circunstancias siempre están más bien en un segundo plano, al punto que para los académicos de la lengua la circunstancia es un accidente de tiempo. La expresión de los académicos no podía ser más precisa y más curiosa al mismo tiempo, en tanto y en cuanto la idea de un "accidente de tiempo" es más que interesante ya que combina dos cosas habitualmente incombinables.

Todo lo que sea accidente pertenece por derecho propio a lo accidental, y por lo tanto a algo que así como ocurre también podría no haber ocurrido, es decir el accidente forma parte de lo contingente. En suma, algo que si bien es de una manera también podría haber sido de otra. Todo lo contrario ocurre con el tiempo, ya que nada hay más inexorable que el tan maldito como codiciado tiempo, que o bien sobra, o bien no alcanza, pero es bastante difícil que el tiempo, por así decirlo, vaya a tiempo. Y esto porque es precisamente en la dimensión del tiempo donde se juega el partido más complejo de la existencia humana: el combate entre lo subjetivo y lo objetivo.

Como se sabe es este un combate que empieza, de alguna manera, el primer día y termina el último a pesar de que objetivamente nadie advierta cuál es ese dichoso primer día y por lo general tampoco se advierte demasiado el maldito o bendito último día. Visto así, la vida es un accidente de tiempo y donde la existencia de alguien es un muy pequeño tramo, casi imperceptible, del "gran tiempo general", y en dicho tramo se combinan de un modo más o menos incontrolable lo contingente y lo inexorable.

En la combinación de estos dos polos radica buena parte del secreto de la vida, ya que al humano en la medida que va avanzando en su recorrido muchas veces le resulta cada vez más difícil distinguir lo circunstancial de lo esencial. Lo que hace que tantas veces resulte necesario el pasaje por una circunstancia dramática para que alguien cambie la perspectiva que tenía de las cosas. Dichas circunstancias dramáticas pueden ser muy variadas, pero en cualquier caso el dramatismo será tal sólo si lo que se pone en juego es la vida. Es decir la vida que amenaza con perderse para alguien. De forma que el "paso por la muerte" pareciera la única forma que tiene el humano para cambiar su perspectiva de las cosas, y entonces no perder de vista lo esencial por estar sumergido en las circunstancias.

Los que salvan la vida prometen y se prometen vivir de otra manera, y sin embargo no siempre se logra ya que al tiempo el tío o la tía en cuestión se encuentra nuevamente enredado en las malditas circunstancias, y por lo tanto perdiendo de vista lo esencial. En 1914 Ortega y Gasset formula una de sus primeras tesis: "Yo soy yo y mi circunstancia". La sentencia tiene el mérito de plantear el debate de la existencia como un partido, en el sentido del clásico de los domingos, pero que se juega todos los días: el yo versus a la circunstancia.

El filósofo español trataba de esa forma de meter el debate filosófico en la vida cotidiana, para sacarlo de las múltiples abstracciones en las que la filosofía, según Ortega, perdía al hombre concreto. Pero si la filosofía corre el riesgo de perder al hombre concreto, el hombre concreto ya sea filósofo o rey de Bastos, a su turno, corre siempre el riesgo de perderse en la maraña de las circunstancias. Es que el partido entre el yo y la circunstancia es un partido por lo general bastante desparejo, y donde el yo casi siempre juega de visitante. Es decir juega a la defensiva, ya que las susodichas circunstancias parecen siempre estar a la ofensiva, más que nada porque juegan con la camiseta de la realidad.

No desesperar, la realidad siempre tiene varias camisetas y cada tanto tenemos la posibilidad de cambiar algunas. Por lo demás, la fórmula orteguiana tiene el enorme mérito de sacar al ser de su domicilio al afirmar que lo que él es incluye a las circunstancias. Es decir, la posibilidad de apropiarse de las circunstancias y no dejar que nos aplasten, o siempre correr detrás de ellas. Lo contrario, como se dice, implica vivir en un termo. Y el termo mantiene estable una temperatura, pero finalmente se enfría o se calienta según haya sido el propósito. Y sea como sea la vida es con temperatura, o caliente o fría, según corresponda apropiarse de las circunstancias, o dejarlas pasar como tantas veces se hace necesario. Para que no se nos pase la vida.

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