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 domingo, 25 de julio de 2004

El cazador oculto: Un festival para el ojo masculino

Ricardo Luque / La Capital

Las mujeres son celosas por naturaleza. Y no sólo de sus novios, maridos y amantes sino también de sus hijos, amigos, mucamas y hasta, aunque usted no lo crea, de sus vestidos, que si no son modelos exclusivos pueden darles un soponcio, más si se enteran de la buena nueva en una reunión social a la que van vestidas con su peor enemiga como si fueran hermanitas mellizas. Pero la condición femenina siempre sorprende y con una mujer no se puede esperar más que lo inesperado. Así fue cómo el festejo de los 500 programas de "La revista" Mariela Spirandelli, la más elegante y glamorosa de las conductoras de la televisión rosarina, dejó de lado sus veleidades de estrella y organizó una reunión distendida y amable y llena de jovencitas atractivas y endiabladamente seductoras. Los ojos desorbitados de Ricardo Alonghi, que fiel a su estilo lució un saco a cuadros marrón y una corbata floreada, daban prueba de las tentaciones a las que se vieron expuestos los pocos hombres invitados a la celebración. A su lado Alberto Morrone, un viejo parroquiano de El Cairo devenido guardaespaldas ad honorem del empresario teatral, tampoco podía salir de su asombro. Y no es para menos. Las voluptuosas bailarinas que, enfundadas en asesinos catsuits rojos, ensayaban un cuadro de "Gotán" le habían hecho subir la bilirrubina. Julián García, el gerente de Multicanal, pidió un whisky. El gran maestro lama Marito Spirandelli lo imitó sin hesitar. Cruzaron una mirada cómplice, igual a las que allá lejos y hace tiempo cruzaban en la barra de Mongo, cuando pasaba frente a sus narices alguna de las chicas que les quitaban el sueño. Sin darse cuenta se sumó al club Carlos Comi, que con la barba entrecana y desprolija parecía un viejo corsario. También Marcelo Foyatier, que con su trajecito azul y su corbata Polo a rayas parecía un alumno del Colegio Inglés. Todas las miradas seguían los pasos de Virginia Pin, esa rubia debilidad que, luciendo unos ajustados pantalones de cuero negro, se parecía más que nunca a Gatúbela. En el aire sonaba un viejo hit de los Beatles. En un rincón apartado, lejos de los reflectores, la irresistible María José Gindre se meneaba suavemente al compás de la música. Era toda una chica Tarantino, y lo disfrutaba.

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