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 domingo, 22 de febrero de 2004

Interiores: Las distancias humanas

Jorge Besso

En el siglo pasado antes de entrar a la escuela se formaba una fila de los más bajos a los más altos, y cada uno respecto del otro tenía que tomar distancia. Es decir tenía que estirar su brazo, obviamente el derecho, y con el brazo estirado casi alcanzar al que estaba delante con la punta de los dedos apenas sin rozar al otro. Se formaban filas correspondientes a cada curso o grado frente a cada aula, precedidas por lo general por maestras que organizaban y supervisaban la conformación de dicha fila, que de esa forma enfilaba derecho hacia la enseñanza.

Ya en el grado, en el curso de la enseñanza, no todos enfilaban de la misma manera. Estaban los mejores, estaban los peores y estaban los del medio, y estaban también las diferentes historias de cada cual y entre las cuales había amistades que comenzaban, ciertos amoríos, juegos, peleas con todos los encuentros y desencuentros que se producían en las aulas y en los patios. En mi caso la escuela en cuestión era la Escuela Fiscal 271 de San Jorge, a la que íbamos con las dos Gracielas, Diego, Juan Carlos, Elmo y demás compañeros de fila, de enseñanza y de infancia.

Pero la escena y el ritual de la fila se repetía, y de algún modo y de otros modos se repite en las mañanas o en las tardes de las escuelas adonde llegan sujetos nuevos en un espacio y en un tiempo más bien nuevo -el de la escuela- es decir el de la sociedad que continúa y se agrega al de la familia (tan social como la escuela pero más intima). Después de la familia y después de la escuela, la distancia con los otros y con las cosas no está tan organizada y muchas veces es menos estable. Quizás la amistad, fundamentalmente las amistades más consolidadas, sea el terreno y el campo donde se pueden observar las distancias con menos variaciones.

Los amigos están más o menos siempre a una distancia estable, en tanto la amistad representa la versión más sublimada del amor, es decir sin los avatares de la pasión, sin las ciclotimias del amor y sin las ambivalencias de amor y odio en que se debaten los amantes en cualquiera de las versiones legales o ilegales de los emparejados. Los amigos, por lo general, ni chocan, ni se fusionan, ni congelan el afecto en distancias insuperables luego de haberlo compartido casi todo, como pasa tantas veces con las pasiones: esas expansiones amorosas de las que muchas veces sólo queda lo ex.

Ahora bien, de todas las parejas posibles una de las que más encuentros y desencuentros reúne, convoca y provoca es la pareja del amor y del miedo, ya que es más bien difícil que con la llegada del amor en algún rincón de la encomienda también no llegue el miedo. Por su parte el miedo y los miedos no dejan de ser compañeros muy estables para el sujeto (por lo general mucho más fieles que aquel desodorante de la propaganda) en tanto los miedos una vez configurados en el sujeto quedan más o menos para siempre, aparecen puntualmente en pantalla, también en el corazón y por lo demás no hay virus que los extinga.

Tanto con respecto al amor como con respecto al miedo, la distancia es un capítulo esencial. El psicoanalista A. Green señala que en el miedo, el objeto del miedo está siempre a "distancia humana". ¿En qué sentido, humana, usada como adjetivo califica la distancia? Es que en materia de miedos no hay objetividad posible, como lo ejemplifican las innumerables fobias que tienen el poder de disolver la racionalidad, al modo de un poderoso solvente que disuelve uno por uno todos los argumentos racionales con que el sujeto trata de tranquilizarse, o con que tratan de aliviarlo los que lo rodean. Si la araña o la rata andan por ahí, no es que se dediquen a sus asuntos, vale decir los que le dicten las respectivas especies, sino que es como si de algún modo se dedicaran a nosotros.

Para el sujeto aterrado el objeto del terror siempre lo puede alcanzar, como el ascensor siempre lo puede atrapar, razón por la cual la mejor distancia es no subir. O que los bichos no estén. El humano atrapado en el escenario del miedo, menos aún puede preguntarse que puede significar para el bicho en cuestión, ese ser inmenso que vendríamos a ser nosotros, y que se dirige a él con malos propósitos o que huye de él, cosa que el bicho tal vez no advierta. Si algo significamos es probablemente miedo, como lo detectan los perros. Es decir que en el teatro del miedo de algún modo hay dos seres unidos por los miedos, ya que el miedo enlaza.

Lo mismo en el amor donde los miedos acortan o agrandan las distancias, según sea. Con relación al objeto de su amor, lo mismo que con respecto al objeto de su miedo, el sujeto está imantado, y en este sentido son los objetos más seguros que tienen los humanos. Con la diferencia que los del amor pueden abandonar y los del miedo por lo general no. Tal vez por eso no hay tangos que le canten al miedo, y si los hay seguramente son muchos menos que los que le cantan al desamor. "El miedo no es zonzo", sentencia el dicho popular. Es verdad, el miedo sabe que detrás viene la angustia. Si al claustrofóbico, por un casual, le extirparan el miedo y de pronto se encontrara viendo como se cierra herméticamente la puerta del ascensor, en pocos instantes estaría nadando en angustia. El ideal no es no tener miedo, como tampoco lo es el desamor, pues en ese caso estaríamos definitivamente solos. De lo que se trata, en lo posible, es de tomar una distancia con los objetos donde, al menos, no sean siempre el miedo y el amor los que decidan.

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