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 domingo, 28 de diciembre de 2003

Editorial
Deplorable vandalismo

Uno de los aspectos más criticables de la ciudadanía rosarina es, fuera de toda duda, su falta de vocación por mantener limpios los espacios urbanos. Y en tal sentido, corresponde hacer una aclaración que dista de resultar halagüeña para el centro de la urbe: sucede que, más allá de las supuestas diferencias sociales y económicas que lo separan de la mayoría de los barrios, se erige paradojalmente como la zona más sucia. Esta lamentable realidad se había comenzado a revertir en los últimos tiempos gracias a la instalación de contenedores móviles de residuos, uno por cuadra. Por tal razón ha provocado estupor descubrir a varios de ellos incinerados, por inequívoca acción de anónimos vándalos.

Resulta inexplicable la causa por la cual tantos habitantes de la ciudad carecen del suficiente cariño por ella como para, sencillamente, preocuparse por su higiene. Rosario se diferencia en ese aspecto -de modo totalmente negativo- de otras capitales del país cuya limpieza resulta escrupulosa, no sólo como consecuencia de la eficiente gestión de las empresas encargadas de la recolección de residuos sino también gracias a la nítida conciencia de sus pobladores al respecto.

Los prácticos contenedores de plástico se han convertido en una herramienta idónea para devolverle al centro gran parte de la dignidad perdida. Por tal motivo resulta insólito descubrir que se han vuelto víctimas de la inexplicable pasión destructiva de los vándalos, plaga de la modernidad. En la plaza situada en la esquina de Mendoza y 1º de Mayo se pueden contemplar los restos de uno que fue quemado hasta, prácticamente, fundirlo. Los porqués de semejante comportamiento son difíciles de develar, pero se enraízan en una actitud tan antisocial como necia, ya que incluye rasgos de autovictimización.

De hecho, se trata del mismo gesto de quien destruye los teléfonos públicos, escribe en los muros de los edificios, daña el arbolado u orina en la calle: los protagonistas de actos semejantes se convierten automáticamente en enemigos del resto de la sociedad en la que viven. Para combatirlos no alcanza con el brazo de la ley: se requiere la activa participación del conjunto de la ciudadanía.

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