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 domingo, 14 de diciembre de 2003

El cazador oculto: El after hour de la fiesta canalla

Ricardo Luque / Escenario

Ninguna fiesta termina cuando se apaga la música. Ni siquiera la fiesta canalla, que fue larga, emotiva y llena de sorpresas. Desde que cayeron las sombras y la pasión se apoderó del estadio junto al río, la noche fue un vértigo. Después del recital, cuando los simples mortales emprendían el regreso con los corazones contentos, un puñado de elegidos seguía la celebración en los jardines del Yacht Club. Con la luna llena sobre el río como telón de fondo se reunieron para brindar por los 20 años de Cablehogar. Y bien que lo hicieron. Porque el encuentro, gracias a la generosa dotación de champagne puesta a disposición de los invitados, se prolongó hasta que las luces del alba despuntaron en el horizonte. Uno de los primeros en llegar fue Pablo Procopio. El muchacho, un experto en caza mayor, casi se cae redondo cuando vio entrar a las modelos que desfilaron en el megaevento centralista. "¡Dénle aire, dénle aire!", gritó con desesperación Carolina Coscarelli mientras agitaba una servilleta sobre el rostro demudado del movilero. La joven, que apretaba un habano cubano entre los dedos, parecía una pasante de la Casa Blanca. Marcelo Moura, sí, el legendario líder de Virus que había llegado en compañía del hijo del Negro Olmedo y una rubia de mirada angelical y curvas de ensueño, quedó con la mirada clavada en el profundo escote de la periodista. Quedó hipnotizado. No le sacó los ojos de encima ni siquiera cuando pasó a su lado María José Gindre que, con una remera negra que acentuaba sus curvas, lucía como una de las chicas del Escuadrón Asesino de Víboras Mortales de "Kill Bill". Poppy Larrauri, que con el pelo blanco y rizado parecía Juan Di Natale con permanente, quiso mirar, pero su mujer no lo dejó. Ni bien advirtió sus intenciones le dio un tirón del brazo y se lo llevó a un rincón apartado. En el camino se cruzaron con Javier Armentano, que con el pelo caído sobre la frente y los mostachos gruesos y oscuros parecía un charro de Tijuana. Estaba feliz. Su esposa lo había dejado ir solo a la fiesta y lejos de su estricta vigilancia pudo dar rienda suelta a sus instintos. Buscó un lugar estratégico y desde allí se dedicó a tomar por asalto a las meseras. Por los bocaditos, claro.

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