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 sábado, 13 de diciembre de 2003

Balas de plomo frente al supermercado

Cuando el 19 de diciembre de 2001 encontró al país convulsionado, en medio de los saqueos y la protesta social contra el presidente Fernando De la Rúa, hacía sólo ocho meses que Graciela Acosta, militante Partido Comunista y de un movimiento de desocupados, vivía con cinco de sus siete hijos en un Fonavi de Villa Gobernador Gálvez. A las 16, cuando la barriada se lanzó masivamente a la calle, salió a buscar a uno de sus hijos con el que había perdido contacto y a 150 metros de un súper saqueado terminó entregando el cuerpo en la represión que se desató allí. Una bala de plomo le perforó el pecho y se convirtió en una de las siete víctimas santafesinas de los hechos de diciembre.

La militancia política y social de Graciela Acosta provenía más de la necesidad de agruparse para reclamar planes de empleo con los que sostener a sus familia que de una profunda formación política. Tenía entonces 35 años y siete hijos que ahora tienen entre 5 y 17. Al enviudar de su primer esposo la mujer había formado pareja con un albañil con quien tuvo a los dos más chicos. A mediados de 2001, cuando el vínculo con su compañero se disolvió, se mudó con los cinco más pequeños desde Granadero Baigorria a un departamento del Fonavi Guereño, de Villa Gobernador Gálvez, que le obsequió un familiar.

En ese barrio ubicado al sur de la ciudad, donde conviven unas 480 familias, Graciela comenzó a participar en un grupo de desocupados que peleaba por conseguir alimentos y planes de empleo. De a poco se fue integrando a otras agrupaciones, como el Partido Comunista y el Movimiento Territorial Liberación.

"Su militancia era más bien una colaboración en la lucha por los derechos humanos. Se daba en ese momento una situación difícil, mucho más crítica que la de ahora. No había bolsones, no había planes, no había dispensarios. Y Graciela pasaba necesidades terribles", describe Mónica Cabrera, una peluquera y madre de 4 hijos que la acompañó en esa lucha hasta verla desvanecerse en sus brazos.

La mujer recuerda a Graciela como una "típica mujer de barrio", más bien callada, que aunque sólo había terminado la escuela primaria era una ferviente lectora sobre movimientos de desocupados. Ejercía una militancia "mas bien educativa y humanitaria que doctrinaria", actividad que alternaba con trabajos esporádicos con empleada doméstica. Cobraba un subsidio de cien pesos por familia numerosa y sus hijos también se las rebuscaban para aportar algunas monedas a la precaria economía familiar. Fuera del horario escolar, uno de los chicos ayudaba en una verdulería y otro colaboraba en un quisco.

De los días previos a aquellas jornadas, Mónica recuerda nítidamente el clima de agitación que se iba palpando. "El 18 habíamos estado promoviendo la consulta popular para que se pagaran 380 pesos por desocupado más 60 por hijo. A la noche, por los rumores de que la presión social era terrible, decidimos no movernos para que no nos acusen de sediciosos o infiltrados", desgrana Mónica las horas que precedieron a la muerte de su amiga y vecina.


La convulsión
Pero cuando comenzaba la tarde del 19 Graciela no pudo quedarse en su casa a cumplir con ese mandato. Había extraviado a su hijo de 15 años y alguien le avisó que el chico estaba cerca del local de La Gallega ubicado a cinco cuadras del Fonavi (en avenida San Martín 2447, tramo urbano de la ruta 9), donde unas 400 personas habían irrumpido en reclamo de alimentos. Salió a buscarlo acompañada por Mónica. Para su alivio, lo encontró una cuadra y media antes de llegar al súper.

El lugar, recuerda Mónica, estaba convulsionado: "Mucha gente salía corriendo con los ojos irritados por los gases lacrimógenos. Comenzaron a tirar con balas de goma y la gente a retirarse". Mientras eso ocurría, según el informe de la Comisión Investigadora No Gubernamental de los hechos de diciembre, la ciudad ardía y un impresionante despliegue policial intentaba poner freno a los reclamos. A La Gallega algunos habían logrado entrar, pero fueron bloqueados por la policía, que no tardó en disparar para dispersar.

En ese momento, Graciela y Mónica estaban en la calle. "Vi venir a tres policías; el del medio con un bastón y los otros dos, armados. Primero tiraron con una Itaka contra un tapial lleno de gente. Otro policía empezó a romper los parabrisas de los autos. Una cantidad impresionante de gente corría por ruta, por la calle, la vereda. Los autos frenaban. Un chico se tiró de la moto para no atropellar a una mujer. Era un pandemónium".

De pronto sintió cerca el silbido de las balas y vio caer a su amiga de rodillas. "Están tirando", alertó Graciela. Mónica vio a los dos policías disparando y se arrojó al piso para cubrirse. Después fue a socorrer a Graciela y recién entonces notó que estaba herida con plomo. "Sacame algo que me quema la espalda", le pidió la mujer. Según cuenta Mónica, era una bala que ella guardó y más tarde puso en manos del juez Osvaldo Barbero, de Instrucción 13.

A las 22 de ese día, Graciela murió. "El impacto le partió el hígado, una arteria y los intestinos. La dio vuelta en el aire", describió Mónica.

Luego de haber sufrido allanamientos "intimidatorios" y un extraño tiroteo frente a su casa, Mónica no pierde la sensación de, por su reconocida militancia, esas balas estaban dirigidas a ella. Para la abogada de la causa, Sandra López, esa característica emparenta el caso con el crimen del militante social Pocho Lepratti, ocurrido el mismo día a manos de un policía en el barrio Las Flores: "Los dos eran militantes y conocidos del lugar".

A fines de octubre pasado, Mónica amplió su declaración judicial y dijo que puede reconocer a los tiradores. Los sindicó como un integrante del Comando Radioeléctrico de Villa Gobernador Gálvez y un miembro de la comisaría 29ª a los que recuerda por haber sido detenida en marchas o gestionado la entrega de bolsones, que en su ciudad está a cargo de la tropa de calle.

Producción periodística: María Laura Cicerchia, Sergio M. Naymark, Jorge Salum y Hernán Lascano

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