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 domingo, 07 de diciembre de 2003

Cruceros
Amanece en la cubierta

Ricardo Luque / La Capital

Parado en cubierta, con la vista fija en el horizonte y el viento castigándote con fuerza la cara, sólo hay una certeza: navegar es preciso, vivir no. Poco importa si en el puerto espera una novia o un peligro, basta el lento deslizar del barco que corta las olas en mitades perfectas, el contacto frío del agua que salpica gotas pesadas sobre la piel y el reflejo del sol que asoma en el horizonte y tiñe el mar de amarillos y rojos que obligan a entrecerrar los ojos para poder ver el cielo por encima de la línea recta del horizonte. Porque si hay un momento cuando se disfruta a pleno la navegación es cuando el día despunta. Más si se viaja en crucero por el Mediterráneo y se cuenta con esa disposición del espíritu que sólo da tener tiempo libre, buen humor y compañeros de ruta sin otra inquietud que paladear una copa de vino mientras escuchan los golpes acompasados que da la cubierta del barco al abrirse camino en el océano.

El amanecer, cuando uno disfruta de ese estado de gracia que es estar de vacaciones, siempre es una promesa. De aventruas, paisajes y gente, porque los viajes, los buenos viajes, esos que tardan en olvidarse, son la gente que uno tuvo la suerte o la desgracia de conocer paseando por las calles de una ciudad antigua, visitando un museo en busca de los trazos nerviosos de un pintor expresionista o recorriendo a tientas las ruinas de un templo abandonado bajo una inesperada lluvia de verano.

Durante la semana de navegación por la vieja Europa con la que fui bendecido un par de años atrás conocí a Guillermo Allerand, un avezado cronista de viajes que me ayudó a descubrir los secretos de los cruceros. Su primera enseñanza, y acaso la más importante, me la dio antes de embarcarnos. Con el ceño fruncido y en un susurro apenas audible, me recomendó aprovisionarme de una buena dotación de bebidas espirituosas para mitigar la soledad del camarote. No le hice caso, por supuesto, y me equivoqué. Sus palabras retumbaban en mi cabeza cuando una noche tarde, después de asistir a una función de gala en el teatro, volví a mi cuarto y me encontré solo, triste y tan lejos de la costa que, a pesar de que soy un eximio nadador, era peligroso, sino suicida, intentar salir en busca de compañía en tierra firme. La sensación es extraña, porque en un crucero es difícil no hacer amigos y mucho menos conseguir diversión fácil. Hay casinos, donde uno puede malgastar su dinero de mil maneras diferentes, y por supuesto una tentadora vida nocturna.

Si se tiene la natural inclinación por pasarla bien, con dejarse caer en cubierta después de la cena basta para encontrar una buena propuesta para pasar la noche. Se puede ver una función de ballet en compañía de una pareja de intelectuales noruegos, jugar black jack respirando el perfume embriagador de una viuda española o mezclarse con un simpático grupete de adolescentes americanos obsesionados por saber qué se siente llevar sangre latina. Se puede recorrer el largo camino de la perdición o nadar bajo las estrellas en la piscina mientras a lo lejos se escuchan los acordes de un vals. Es lo mismo, porque lo único que realmente cuenta es esperar el amanecer. Solo o acompañado, sobrio o hundido hasta las orejas en Tequila Sunrise, pero siempre en cubierta, con la vista fija en el horizonte, el viento castigándote con fuerza la cara y los primeros rayos del sol iluminando los techos de una ciudad, que puede ser Nápoles, con sus caseríos de techos rojos descolgados de las colinas o Marsella donde los mástiles de los veleros brillan como estrellas caídas. Una ciudad, que esa mañana nada, ni el recuerdo de un romance fugaz ni la resaca de la noche anterior, impedirá que se recorra hasta que duelan los pies y haya que volver con los minutos antes de que el barco leve anclas y el corazón latiendo con fuerza un poco por las maravillas que se acaban de conocer y otro poco por la esperanza de volver a la noche.

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