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 domingo, 16 de noviembre de 2003

Para beber: Maderas nobles

Gabriela Gasparini

Si yo propongo hacer relaciones a partir de la palabra roble, cada uno disparará su mente hacia recovecos particulares. En mi caso siempre surge como única la misma imagen. Ese maravilloso árbol que en el patio de mi escuela primaria cobijó los juegos de la infancia, y casi eterno lo sigue haciendo en recreos ajenos: la imponencia de su tronco, sus bellotas siempre listas para convertirse en pipas, las fiestas escolares (porque en qué otro lugar que no fuera bajo su sombra siempre amable se podía bailar el pericón).

Bien podrán decir que esa expresión de cariño hacia un integrante del reino vegetal concierne a nuestra especie, sin embargo en la relación entre este árbol del género quercus y el vino se produce un intercambio de elementos casi comparable a una corriente de afecto, que los humanos, ni lerdos ni perezosos, aprovechamos en nuestro beneficio.

Todo comenzó cuando el desarrollo alcanzado por el comercio marítimo hizo necesario reemplazar las vasijas de barro por grandes toneles de madera para transportar mejor el noble jugo en sus interminables travesías. Obviamente no tardaron en descubrir que la íntima entrega que se producía entre madera y líquido mejoraba ostensiblemente las cualidades de éste último (el único problema era que su gran tamaño limitaba un poco la calidad de la relación).

Así fue como los barriles se achicaron hasta llegar al tipo bordelés con una capacidad de 225 litros, que es donde mejor se produce esa interacción vino madera oxígeno, proveedora de los aromas terciarios que tantas satisfacciones nos brindan. La madera más preciada proviene de los árboles que crecen en Francia y EEUU, aunque como bien dice el dicho, no es oro todo lo que reluce, y hubo un tiempo antes de que las guerras arrasaran la ex Yugoslavia, en el que sus bosques solían proveer de buena madera a toneleros franceses que los vendían como autóctonos (lo mismo que algunos países bálticos y de distintas zonas de Rusia) aunque hay que reconocer que sus poros no son los más aconsejables a la hora de la guarda.

Las diferencias entre el roble francés y el americano se basan en que en el primer caso prestan notas avainilladas, cremosas, quizás más finas. En el segundo caso, su madera es más dura y pesada, y si bien la vainilla también está presente se le suma un componente conocido como metiloctalactona, que puede hacer resaltar un poco más el aroma a coco. Siempre hay que tener en cuenta que las barricas tienen un uso limitado y que cuanto más jóvenes sean más aportarán en taninos, aromas y sabores, y esto obviamente tiene su precio, (si no deténgase un rato en frente a una góndola y compare).

Pero a las características intrínsecas de cada tipo de árbol, que por supuesto juegan un papel importante a la hora de brindar sus cualidades, hay que sumarle el tostado de la madera que en cualquiera de sus tres niveles: quemado ligero, medio y fuerte, tiene un rol fundamental ya que a medida que crece la intensidad más se sienten la vainilla, las almendras y el caramelo.

Además de la decisión del enólogo en cuanto a las notas que quiere darle a su vino, una de las cosas a tener en cuenta a la hora de la crianza en roble es el precio de uno y otro, el francés casi triplica el costo del americano, por eso ahora se ha extendido tanto el uso de las dos barricas, pasan un tiempo por una y otro tiempo reposan en la otra, o directamente fabrican los toneles con las duelas de una variedad y las tapas de otra, o simplemente intercalan duelas de distintas especies. Ya se sabe, el ahorro es la base de la fortuna.

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