| miércoles, 05 de noviembre de 2003 | Reflexiones Ya vendrán películas de Irak Víctor Cagnin / La Capital La imagen del helicóptero norteamericano caído en Irak, atravesado por un misil de las fuerzas rebeldes, con los cuerpos de 16 soldados destrozados y desparramados en las cercanías de Bagdad, volvió a poner a la guerra en un primer plano mediático y de alguna forma en nuestras inefables conciencias. En rigor, la guerra siempre estuvo en un primer plano, sólo que aquí, como en la mayoría de las países no centrales -si es que vale esa categoría-, pasó a un segundo lugar desde el 1º de mayo, cuando George W. Bush anunció que las acciones habían finalizado. La guerra iba a continuar -claro-, pero era razonable para la lógica republicana dar por terminados los acontecimientos, de forma que las cámaras y los corresponsales volvieran a sus lugares de origen a prestar testimonio de lo que habían visto y oído. Y así se entendió. Por otra parte, ya nadie parecía tolerar más secuencias de muerte y destrucción dentro de su hogar. Se prometía, en compensación, comenzar a entregar imágenes de la reconstrucción democrática y armónica de la Mesopotamia asiática.
Pero armónica era la de Bob Dylan, aquel quien, al filo de los setenta, solía denunciar con cierta indulgencia poética las atrocidades que ordenaban hacer los generales a los marines en Vietnam; algo comprendido tiempo después, cuando el cine de Hollywood decidió contratar a sus mejores guionistas para dar cuenta de lo ocurrido en la selva vietnamita, con éxitos de taquilla sin precedentes para la pantalla grande.
Creíamos por entonces que estas secuencias no volverían a repetirse. Acaso, por una confianza adolescente depositada en el poder del cine; como si todo lo que estuviese registrado allí no pudiera reiterarse en futuros días, hasta por la vaga razón de que no daría guiones originales. Quizás también por una visión determinista de la historia en ese momento, creer que transitaba inexorablemente en una dirección superadora. Y no siempre es así. Han vuelto a repetirse.
Es que día a día crece el número de ataúdes envueltos con la bandera norteamericana que bajan de los aviones. Regresan en el mayor silencio oficial -las cámaras no los siguen hasta su responso final, los micrófonos no se acercan a los familiares-. Ellos deben recorrer los circuitos alternativos para hacer oír su voz, por lo general estigmatizados por el establishment, cuando no aprovechados políticamente por cierta oposición demócrata que nunca se esforzará demasiado en poner freno a tanto alarde armamentista y dilapidación presupuestaria.
La irresponsabilidad de la administración Bush en los acontecimientos parece no tener límites y no difiere demasiado de la de Richard Nixon. Ahora se reconoce cierto desconcierto para lograr pacificar el territorio iraquí. Era esperable. Ya lo advirtió Umberto Eco en varios medios. Bush ni siquiera tuvo en cuenta a los valiosos investigadores de la ciencia -de diferentes disciplinas sociales, de las distinguidas universidades que su Estado sostiene- para que le aportasen consideraciones sobre las dificultades que podía hallar en el terreno. Su soberbia, la confianza en las armas y la subestimación del enemigo le impiden plantear una nueva estrategia o revisar el sentido de permanecer allí. Por el contrario, su respuesta rígida es: más armas, más soldados. Aun cuando el 51 por ciento de la población no lo respalde.
Y todo esto sin que tengamos demasiados datos certeros de lo que está sucediendo con la población iraquí. Porque ya se sabe que sobre ellos no habrá una misma valoración. Como si la escala de lo humano se fuera diluyendo en la medida que crece la temperatura del desierto. Seguramente, se llegará más adelante, cuando toda esta pesadilla haya concluido, a un panorama objetivo de los hechos, lejos de la censura o de los reparos ideológicos. Aunque todos podemos hacernos hoy una idea aproximada de lo que ocurre, sin esperar a que los futuros guionistas nos lo revelen con una dosis de romanticismo. Al menos imaginar para volver a decir "no" a la guerra.
A esta altura, conviene recordar que la invasión a Irak fue desatada bajo denuncias nunca comprobadas -la fabricación de armas de destrucción masiva y la vinculación de Saddam con la Al Qaeda de Bin Laden-, sino más bien reconocidas como falsas hasta por la propia Central de Inteligencia Americana (CIA). Pero la guerra -y los argentinos sabemos bastante al respecto- puede ser enmascarada cuantas veces se lo procure, hasta con los argumentos más pueriles, si al fin y al cabo se trata de una única estrategia a mano para detentar el poder. Y esta es quizás la mayor de las irracionalidades que determinadas administraciones de los países centrales no logran reconocer, al tiempo que impiden toda posibilidad de construir una relación menos desigual entre unos y otros.
Mientras tanto, si se pretende, algo se puede hacer por la paz. No digo la de aquellos viejos luchadores internacionalistas del siglo pasado, capaces de viajar al lugar más remoto a defender sus ideales, sino dejando constancia de la arbitrariedad y la sinrazón. O tan sólo volviendo a dar prioridad en nuestra lectura a los sucesos internacionales, entendiendo que aquello que ocurre en la ciudad y el país sigue estando estrechamente relacionado con lo que gravita afuera. Quizás, como nunca antes.
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