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 domingo, 26 de octubre de 2003

La galería de los horrores humanos

Siempre se puede hacer algo positivo contra la insensatez del odio. Por horrible que sea la tragedia, por feroces que sean las desventuras, hay caminos de cambio y reparación. Es preciso reconocer y asumir su existencia, jugarse por ellos, gritar e inventar nuevos recursos. La diosa Athor-Sejmet habita en el nihilismo y en la complacencia destructiva que se instalan incluso en seres de noble conciencia. Es un deber ponerle pecho al infortunio que suscita, denunciar su total desprecio por la vida, el amor y el bienestar, y asumir que, con menos odio, el universo puede ser mejor. Mucho mejor. Y para que haya menos odio cada ser humano, por insignificante que se considere, ha de saber que tiene obligaciones para con el prójimo. (del prólogo)

¿Tiene la destrucción un firme asiento en el alma? Parece que sí, aunque nos duela aceptarlo. Procede de los instintos agresivos, que usan al odio, manifiesto o disimulado, como su mejor excusa. Los informes de la experiencia y de las obras de ficción -que disecan nuestros fantasmas- dan cuenta de su presencia y de su poder. Tanto la psicología como la antropología acumularon pruebas: en el hombre habitan pulsiones destructivas tan intensas que incluso pueden superar a las de otros seres vivos. El hombre puede ser más cruel que los lobos. Ahora somos capaces no sólo de poner en riesgo la especie, sino el mismo planeta. (del capítulo 1 "La violencia")

Nada se parece más a un hombre enfurecido que otro hombre enfurecido. Cualquiera sea el tiempo o lugar, los hombres enfurecidos comparten los rasgos del salvaje que fue su común antepasado. Las maravillas individuales, arduamente construidas en el curso de las generaciones, se diluyen cuando brama la cólera. Un soplo brutal derrrumba en segundos los frisos y las columnas hermosas de la civilización. El río de la violencia suele despreciar los angostos límites y los tiempos breves. Llega a mantenerse hasta varias décadas después de haber cesado la causa que lo desencadenó. (del capítulo 2 "La violencia como regresión")

A fines del siglo XX el mundo no pudo seguir hacia delante, tuvo realmente miedo a la libertad y más miedo a sus inevitables desafíos. Optó por desandar lo andado, como un animal que se asoma de la cueva, ve la luz, el movimiento, huele el aire denso de fragancias excitantes y entra en pánico. Volvió al interior de la cueva y retrocedió espantado hacia sus túneles más sombríos. En vez de explorar el nuevo espacio, prefirió las tendencias sepultadas. Bebió otra vez en las tenebrosas fuentes del odio. Es evidente: con estupor hemos asistido a la arcaica creciente de los nacionalismos, de las intolerancias étnicas y del fundamentalismo religioso. Eran dinosaurios que no habían muerto del todo, pese a nuestras ilusiones. La cordillera de libros, prédicas, luchas y esfuerzos realizados para que avanzaran la fraternidad y la tolerancia fue demolida con desdén, con facilidad. Los salvajes retomaron la iniciativa. Todo lo que se había dicho y demostrado sobre la perversidad de la guerra y las discriminaciones se partió en añicos. Los genocidios que tantas veces fueron condenados ya no quedaban atrás, sino que amenazaban reproducirse. Y se reprodujeron. Seguían vigorosos los deseos de dominio y de destrucción, aumentaron los sentimientos de odio. Y volvió a tener vigencia un consejo antiguo: "Si quieres la paz, prepárate para la guerra". En lugar de compartir la vida -con sus estímulos, pluralidad y tensiones- se prefirió compartir la muerte. La tendencia letal volvía a imponerse. (del capítulo 7 "Miedo a la libertad y permiso al genocidio")

La guerra étnica es ignorante y grotesca, además de criminal. Está inspirada en un odio pueril. Equivale al estúpido odio de los flacos contra los gordos, los altos contra los bajos, los peludos contra los lampiños, los rubios contra los morenos. Nada sustentable. Pero, ¡cómo aliena! Cuentan que tres clérigos yugoslavos hablaban con pasión sobre sus respectivas creencias en el tiempo previo al estallido de las matanzas. De súbito apareció un ángel y les dijo: "Tengo el poder de realizarle un deseo a cada uno de ustedes". El pope ortodoxo se puso de pie y expresó sin rodeos: "Quiero que se mueran todos los católicos". Entonces se paró el cura y exclamó enojado: "Quiero que se mueran todos los ortodoxos". El ángel se dirigió al imán, quien se limitó a decir: "Bueno, si realizas los deseos de mis colegas, yo me conformo con otra taza de café". (del capítulo 8 "El espanto")

Otro caso que movilizó frenéticamente a la prensa del mundo fue el arresto del general Augusto Pinochet en Gran Bretaña. Saltó de inmediato el tema de las fronteras. Se dijo que ese arresto violaba la soberanía chilena y birlaba a Chile el derecho de juzgar a sus propios ciudadanos. Pero en Chile el viejo dictador gozaba de poder aún, contaba con el respaldo de las fuerzas armadas y una parte del Congreso. Era evidente que Pinochet, acusado de una gran cantidad de homicidios y desapariciones, no iba a presentarse ante los estrados de su país, aunque lo reclamasen con energía. Antes de abandonar la presidencia se había autoconsagrado senador vitalicio para gozar de fueros blindados de impunidad. La democracia se reestableció en Chile en forma lenta, precaria, condicionada, porque debía resignarse a mantener varios privilegios del antiguo régimen. No sólo resultaba imposible penalizar al ex dictador, sino que éste continuaba sosteniendo varias riendas del poder. Las medidas que inventó para protegerse evidenciaban su clara conciencia de que tenía cuentas con la justicia, y que no pensaba pagarlas. En muchos países se aplaudió su detención. En Gran Bretaña se tenía la entusiasta expectativa de que fuese llevado a juicio. Su caso habría alcanzado valor emblemático, porque Pinochet representaba a los dictadores que tantas miserias provocaron en América latina. Pero Chile, aunque contaba con millones de ciudadanos que en lo profundo del alma rogaban para que el déspota fuese hundido en una prisión, tuvo que sacar a relucir el viejo argumento de la territorialidad. Es decir, las sagradas fronteras, la soberanía. En esos días de tensión me pregunté si la soberanía y los derechos de la territorialidad alcanzaban para evitarle el juicio a un impulsor del odio. Me pregunté si era justo convertir la territorialidad en un instrumento de protección a los genocidas. Los límites del país al que pertenecía pasaban a convertirse en el escudo de su objetable impunidad. La soberanía se rebajaba a recurso de la escoria. Resultaba innoble. (del capítulo 9 "Aguantadero de asesinos")

Debemos recordar que Occidente tardó dieciocho siglos en acatar un firme mandato de Jesús. Poco antes de la Crucifixión, junto al procurador romano, ordenó sin medias tintas: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". En otras palabras, de un lado figuraba el Estado y del otro la religión. No deberían confundirse esas categorías, porque les hace mal a ambas. El Acta de la Independencia Norteamericana primero, y la Revolución Francesa después, marcaron el comienzo de la saludable separación entre religión y Estado, que aún tardó bastante en ser aplicada por todas las democracias. La confusión entre religión y Estado no sólo es arcaica, sino que empantana en el autoritarismo y el abuso, por más excusas que se inventen. (del capítulo 11 "La dictadura del buen pastor")

Algunos atribuyen gran parte de la exacerbación de antiguos odios religiosos y étnicos al renovado fenómeno de la migración. (...) Las análogas y aflictivas causas que a fines del siglo XIX y principios del XX provocaron el aluvión migratorio de Europa hacia América, determinaron el aluvión de retorno. Se empezó a cerrar un círculo negro: los nietos de aquellos emigrantes europeos volvían a cruzar el océano, tan pobres y angustiados como vinieron los abuelos. Porque la migración significa todo eso: desgarro, lágrimas, frustración, ira. Los descendientes de españoles, italianos, alemanes, judíos, polacos y otras nacionalidades padecen ahora los sinsabores que sus abnegados antepasados creyeron haber exorcizado para siempre. Los sudamericanos en Europa prueban con sus propios sentidos el amargo sabor del desprecio al inmigrante. Son "sudacas", no más los turistas agasajados de otrora. Se dan cuenta de que con facilidad se los puede convertir en chivos expiatorios. Y aprenden con dolor. Lo digo sin rodeos, porque me avergüenza. Mientras padecíamos el éxodo de millares de ciudadanos que debían sufrir la adaptación en otras latitudes, los argentinos seguíamos despreciando a los inmigrantes que aún venían a nuestro país. Es horrible, por supuesto. La paridad cambiaria con el dólar determinó que llegasen muchos peruanos, bolivianos, paraguayos y uruguayos. En la canción se les decía "hermano latinoamericano", pero en la realidad se los despreció con el mote de "bolitas" a los bolivianos y "paraguas" a los paraguayos. Aparecía desnuda nuestra incoherencia. Desde los años 70 se venía insistiendo en renunciar a las veleidades de la herencia europea para ser latinoamericanos de verdad. Ahora lo conseguimos, y somos más latinoamericanos que nunca. Pero en lo peor del continente: se polarizó la riqueza, aumentó la corrupción, desapareció la clase media, bajó el nivel cultural y educativo, aumentaron las villas de emergencia, ingresó la droga. Estas contradicciones, en las que el discriminado discrimina, son parte del légamo irracional que alimenta el odio y que estimula manifestaciones repugnantes como la xenofobia y el racismo. (del capítulo 14 "El combustible de las migraciones")

Los hispanos en los Estados Unidos fueron creciendo de forma sostenida y ya son la primera minoría, por encima de la comunidad negra. Aunque la mayor parte consigue buena inserción y su peso no sólo es demográfico sino cultural, persisten los prejuicios. Algunos horribles. Hace poco surgió una iniciativa espeluznante y quedé atónito al leerla en los diarios. Para desalentar el cruce de la frontera por inmigrantes ilegales comenzó a desarrollarse en un sector de la frontera sur la práctica de darles caza como si fuesen bestias del campo. No era un asunto nuevo, sin embargo. Grupos de rancheros que habitan el estado de Arizona tomaron el nombre de American Way Team y celebran su capacidad de perseguir y asesinar a cuanto indocumentado puedan detectar en el camino, los campos o los desiertos de la región. Algunos comentarios reconocen que no se limitan a disfrutar la cacería, sino que solicitan adhesiones y hasta ofrecen medios de transporte para obtener mejores resultados. Esta nueva y tenebrosa gloria superaría la emoción que en su momento produjo la conquista del Oeste. Los mexicanos, derribados a balazos o quizás enlazados como si fuesen animales rebeldes, no pueden ser reclamados por nadie: su sangre será chupada por el yermo, y su carne devorada por los buitres. Durante una visita a la Ciudad de México recibí una irritada información sobre el incremento de esta barbarie. Eran interpretaciones que apelaban a enfoques diversos. Todas coincidían en que no se debía tolerar la continuación de tan abominable práctica. La repugnancia no se limitaba a los mexicanos, sino que causaba estupor entre los mismos norteamericanos, como pude apreciar en los medios de comunicación. (del capítulo 15 "Perseverancia del odio")



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