 | lunes, 20 de octubre de 2003 | Un clásico atrapante, polémico y de trámite cambiante Mauricio Tallone / Ovación A ver, pongámosle algunas sensaciones a lo observado ayer en el Coloso. La idea es tirar en el tamiz un par de sentencias indudables, sin que una lectura facilista le ponga freno a la realidad. Entonces exageremos, porque un Newell's-Central siempre incorpora el rictus de acariciar los extremos. Al fin y al cabo, es la lógica de estos tiempos. Una señal que no reconoce grises y es aceptada por todos.
Y vaya si este clásico rosarino caminó por la cornisa. En los cinco minutos finales pisó el palito de la polémica eterna, entregó un trámite cambiante y vedado de intuiciones, y para cerrar el círculo de sus ramificaciones, a partir de ahora la historia entre leprosos y canallas hablará de Horacio Elizondo (para muchos el mejor árbitro de la actualidad) como el hombre que salvó del patíbulo a Newell's cuando su destino reconocía la gloria y privó de la fiesta perpetua a Central cuando el padecimiento pintaba ser su mejor aliado.
Precisamente la jugada que mutó radicalmente el termómetro del clásico se produjo a los 40 minutos del complemento, cuando Ezequiel González habilitó a Germán Herrera, quien recibió a espaldas del Chavo Ruiz y bajó la pelota intencionalmente con su mano antes de tirar el centro atrás para que Messera enmudeciera el Coloso. Si bien en primera instancia Elizondo corrió hasta la mitad de la cancha en obvia señal de convalidar el gol, los jugadores de Newell's, con Luciano Palos y Jorge Bermúdez a la cabeza, salieron disparados hacia donde estaba el línea Rodolfo Otero para reclamarle la supuesta mano del Chaqueño. Acto seguido y a la par de las pertinentes discusiones entre ambos banco de suplentes y protagonistas, Elizondo consultó al juez de línea y éste fue quien le informó de la falta de Herrera. Conclusión: Elizondo enmendó su error marcando el correspondiente tiro libre y todo volvió a la normalidad con el 1 a 1 inmodificable.
Ah!, en medio de ese reparto de estados de ánimos, apareció la sinceridad de Germán Herrera para ahuyentar sospechas en la hoguera de la cancha y reconoció sin reparos cuando abandonaba el campo de juego que el gol de Mariano Messera estuvo correctamente anulado porque "sí, la toqué con la mano, ya lo van a ver por televisión". Un recato que pinta de cuerpo entero a un pibe que todavía no se envició de impurezas dialécticas y que su discurso en esta oportunidad no sólo contribuyó para despejar las dudas, sino que sumó un buen poroto en otros estamentos para que el clásico finalizara en paz en las tribunas.
Separada la hojarasca de lo sustancioso del final, surge el contenido de peso que entregaron los noventa minutos en su estado de máxima pureza. Y en esa instancia del análisis, debe colegirse que Central fue el que estuvo al borde de la hazaña. Porque luego del empate vía testazo a la ratonera de Leonardo Talamonti, el equipo de Miguel Angel Russo supo copiarse a libro abierto de esos renglones de superioridad con los que había escrito los triunfos en los dos últimos clásicos. No se dejó prepotear ni por la rotundidad que simulaba la derrota parcial ni por las oportunidades que gozó su rival cuando el marcador no le sonreía. Sacó a relucir a tiempo la llama de la reacción y transformó una tarde que pintaba para la cargada en gozo mesurado. Justo en tiempo y forma, porque la genialidad de Jairo Patiño hacía que el hincha de Newell's empezara a mirar altanero y despidiera con ironía agitando sus manos hacia lo que quedaba de un Central con el alma deshecha, que a esa altura mascullaba la justicia del resultado.
Si hasta el semblante que denunciaba la popular visitante era derrotista. Mientras del otro sector bajaba la melodía del olé y una coreografía carnavalesca al ritmo de banderas y gargantas enloquecidas, los cuerpos desnudos de los miles de canallas comenzaban a transitar el sendero de la resignación. Ni el más pesimista de los concurrentes a la popular visitante podía sospechar que la finalización del clásico los iba a encontrar a resguardo de las pintadas del día después.
Hasta ese momento el inflar del alma era propiedad de Newell's. No sólo se estaba redimiendo ante su gente con autoridad, sino que se permitía cobijar nada menos que la desmesura y la magia. Pero allí, en ese mundo de fantasías, realidades incontrastables y utopías genuinas, lo inesperado siempre es viable. Tal vez por eso los muchachos del Bambino Veira no supieron alcanzar la dimensión de una victoria y de a poco fueron acomodando su cuerpo colectivo al inadmisible rol de partenaire.
Al fin de cuentas fue un clásico químicamente puro, que dejó mucha tela para cortar. Con un final insospechado, barnizado por una polémica aclarada e irracionalizada por el hincha de Central. Lo que gobernó a la gente de Newell's fue más terrenal, porque se retiró del Coloso con la inequívoca convicción de que otra vez dejó pasar el tren que lo conducía a la estación de la victoria.
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