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 lunes, 22 de septiembre de 2003

Reflexiones
Romain Rolland, egregio compañero

Jack Benoliel

Todavía teníamos los trenes, ese deleite que dilapidamos y que tanto extrañamos. En la recordada estación Rosario Norte, en un puesto de libros viejos compré uno para leer en mi viaje a Buenos Aires. Era un volumen casi deshecho por el manoseo de los lectores, titulado El Evangelio Universal, de Romain Rolland. Mi circunstancial compañía -asiento contiguo- era Julio Vanzo, a quien aguardaba en la estación Retiro su gran amigo César Tiempo.

Compartimos la lectura y el asombro. Uno de los dilectos amigos del excelente artista, el doctor Rafael Pineda, varias veces me recordó los reiterados comentarios que sobre "El Evangelio Universal" le hiciera don Julio Vanzo, sin omitir la oportunidad -tan honrosa para mí- en que tuvo el primer contacto con sus páginas. Aquella lectura -no exagero- fortaleció mi espíritu. Es que había establecido una relación espiritual con Romain Rolland y, por su mediación, con el místico indio Swami Vivekananda. En "El Evangelio Universal", y más tarde en su "Juan Cristóbal", en su "Alma Encantada", en sus biografías de Beethoven, Péguy, Miguel Angel, Gandhi, me encontré con el más grande europeo universal de todos los tiempos.

Vivió en un diminuto pueblecito, Villeneuve-sur-Lac, envuelto en las neblinas suizas. Pero en ese minúsculo pueblecito y en una modesta villa, durante casi medio siglo fue la conciencia vigilante de Europa. Su voz, su palabra, su pluma, se alzaron en defensa de todas las causas que él consideraba justas, desde Sacco y Vanzetti hasta la defensa de la República Española. Año tras año Romain Rolland fue tejiendo con sus cartas, artículos y manifiestos, una guirnalda que unía a todos los hombres libres del mundo. Al mismo tiempo, fue realizando una penosa jornada dentro de sí mismo, que compartió con sus lectores. Para Romain Rolland pensar era hacer, y el pensamiento era un capitán seguido del lugarteniente en acción, acción puesta al servicio inclaudicable de la libertad, la tolerancia, la justicia, el derecho y la fraternidad universal. Cruzado solitario, desde su permanente puesto de centinela, luchó

-desangrándose a menudo- por todas las causas justas, recibiendo las heridas de calumnias, ataques, críticas y denuestos con impavidez, altivez, estoicismo y orgullo. Concibió la vida como acto de servicio.

La gran enseñanza que de Romain Rolland recibí fue ésta: la libertad de cada uno -como decía Don Quijote, el don más preciado del hombre- debe comenzar dentro de uno mismo.

Su Vivekananda me fascinó. Sus arengas son un apostolado. Su culto al Dios encadenado que mora dentro de todo ser humano, acaricia e impacta al mismo tiempo. No olvidéis nunca la gloria de la naturaleza humana, dijo Vivekananda. "Somos el Dios más grande que ha existido y existirá nunca. Los dioses no son más que olas del océano infinito que soy yo". Para él el mundo real y su fenomenología eran una ilusoria cortina que engañaba los sentidos. Lo importante era alcanzar la suprema libertad estableciendo la unidad espiritual con todos los seres vivientes, aceptando que todos somos parte de un Todo.

Su vía preferida era trabajar sin descanso, "como trabajan los ambiciosos, pero sin ser ambicioso", sin esperar premio o temer al castigo; trabajar como seres libres. Pero al trabajo, agregó Vivekananda el amor a todos ser viviente, considerándolo como uno de nosotros mismos. Para él, Dios es el primer poeta, y el universo y sus seres, sus mejores poemas.

Romain Rolland, a través de sus páginas, se ha convertido -por elección pensada y sentida- en un egregio compañero de mi vida. He contraído con él una deuda que no podré pagar nunca, por lo mucho que me dio en esas páginas donde el amor a la verdad, la justicia, los valores humanos, son las armas espirituales que, con el apoyo del alma, se vuelven invencibles.

Del hermoso libro "Romain Rolland, humanismo, combate y soledad", del prestigioso escritor y valorado amigo Bernardo Ezequiel Koremblit, extraigo las líneas que siguen, que estoy convencido cuánto bien nos haría su lectura a todos los argentinos: "Nadie puede hacerse comprender en un lenguaje que sus semejantes desconocen, ni hacerse escuchar de aquellos que, conociéndolo, se han taponado sus oídos para no oírle. Romain Rolland redactó entonces su Declaración de Independencia del Espíritu". Lo hizo el mismo día que los grandes de Europa firmaban el Tratado de Paz: "Trabajadores del espíritu, compañeros dispersos por el mundo, separados desde hace cinco años por los ejércitos, la censura y el odio de las naciones en guerra: os dirigimos en este momento en que las fronteras se vuelven a abrir, un llamado a fin de reconstruir nuestra unión fraternal, pero una unión nueva. La guerra ha llevado la confusión a nuestras filas. Casi todos los intelectuales pusieron su ciencia, su arte y todo su pensamiento al servicio de la autoridad beligerante. ¡De pie! Apartemos el espíritu de esos compromisos, de estas alianzas humillantes, de estos servilismos ocultos. El espíritu no es siervo de nadie. Nosotros somos los servidores del espíritu. No tenemos otro amo. Hemos venido para llevar su antorcha, para tratar de unir a la humanidad errante. Entre esas pasiones de orgullo y destrucción mutua, no cabe elegir: rechacémoslas todas. Nosotros sólo honramos a la verdad libre, sin fronteras, sin prejuicios de razas ni de casta".

Termino evocando el diálogo del que fui testigo en la Estación Retiro de Buenos Aires entre César Tiempo y Julio Vanzo. Este le dice a aquél: "Vinimos leyendo «El Evangelio Universal» de Romain Rolland". "Entonces

-respondió César Tiempo- no viajaron a Buenos Aires, dieron la vuelta al mundo en menos de cuatro horas".

¿Puedo yo olvidar aquel viaje a Buenos Aires desde Rosario Norte? Jamás. Pasaron algo más de cuatro décadas. Y me parece que fue ayer...

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