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 domingo, 21 de septiembre de 2003

Testimonios
Relatos de cuando las ideas de cambio se castigaban con cárcel
El jueves se presenta "Del otro lado de la mirilla (olvidos y memorias de ex presos políticos de Coronda (1974-1979). De ese libro se ofrece parte del capítulo "Los comunes"

En nuestra vida carcelaria, la relación con los presos no políticos —a quienes siempre llamamos "los comunes"— tuvo una importancia particular. Más allá de las enormes diferencias que nos separaban, había elementos que nos llevaban a mantenernos mutuamente en una buena relación durante el tiempo que nos tocara compartir un mismo espacio: las condiciones mismas del encierro, la relación con los guardiacárceles y —muy especialmente— las posibilidades de una fuga. Esto era obviamente conocido por quienes armaron el aparato represivo dictatorial, por lo cual siempre buscaron aislar a los presos políticos del resto de la población carcelaria. Sin embargo, en Coronda les llevó tiempo desarticular la comunicación desarrollada entre ambos sectores.

La opinión de los comunes respecto de los políticos era algo contradictoria. Muchos no entendían cómo poníamos la libertad y la vida en peligro por intereses comunitarios, los más individualistas nos miraban directamente como "perejiles", algunos nos respetaban por considerarnos tipos "preparados" y otros —particularmente los más "pesados"— tenían un reconocimiento mayor hacia los militantes de organizaciones armadas. En este último grupo se concentraban las expectativas de plegarse a una eventual fuga.

La cárcel tiene códigos, costumbres y un léxico propios que desde el primer día el preso comienza a incorporar. Desde la necesidad de comunicarse con las manos, pasando por la habilidad para armar un cigarrillo hasta el hecho de caminar en un espacio reducido. Nosotros no escapamos a esas reglas, y algunas cosas las aprendimos de los mismos presos comunes, observándolos. Ellos también observaban nuestra vida cotidiana, y posiblemente, nuestra actitud consecuente, los horarios y actividades pautados y la organización que mostrábamos, fueron haciendo que nos tuvieran respeto y confianza; dos elementos poco presentes en las relaciones que se generan entre ellos mismos.

Sobre esa base, llegamos a desarrollar vínculos muy estrechos desde la época en que llegó el primer grupo de presos políticos a la cárcel de Coronda, a fines de 1974. Esos compañeros fueron alojados en un pabellón de presos comunes, dado que aún no había sido "inaugurado" el pabellón 5. A la vez, algunos de aquellos comunes habían compartido un mismo pabellón con un reducido grupo de militantes durante la dictadura de Lanusse, entre 1971 y 1972.

Con estos antecedentes y otros acercamientos que habíamos tenido en la Alcaidía de Rosario en los primeros meses de 1975 con presos comunes reincidentes, llegamos a una definición: había que mantener una política activa con los comunes, como una importante tarea de nuestra vida carcelaria.

Distintas actitudes y actividades fueron fortaleciendo los lazos entre presos políticos y comunes. Desde cruzarse en la panadería y mandarnos pan con chicharrones en la etapa previa al Golpe hasta tirar pilas de radio viejas a nuestro patio de recreo (de las cuales sacábamos el carboncito que usábamos como lápiz para escribir en los papelillos para armar cigarrillos), en la época en que nuestras pertenencias se reducían a una muda de ropa, un par de elementos de higiene y los utensilios para comer.

Muchos datos acerca de los movimientos de las guardias y las características edilicias de la cárcel, pudimos obtenerlos por informaciones de los comunes. También llegaron a enviarnos diarios, tabaco, papel y otras provisiones cuando las condiciones de aislamiento se hicieron duras.

Un pequeño grupo que se declaraba simpatizante del ERP llegó a diseñar un boletín interno llamado Voluntad, del cual nos enviaban un ejemplar como muestra de compromiso político. En él volcaban algunas ideas, su particular bronca con el sistema represivo y hasta dibujos y poemas de elaboración propia. La sección Editorial estaba cubierta por un compañero nuestro que enviaba el artículo (en un típico "caramelo") que luego ellos publicaban en el boletín. Con ese escrito tratábamos de contenerlos en un marco político adecuado. Justo es reconocer nuestros temores acerca de la posibilidad de que en medio de esa relación los servicios de inteligencia lograran infiltrar nuestro funcionamiento político. También es justo decir que en aquella relación con ese grupo de muchachos, su solidaridad y nuestra contención se llegaron a generar un clima de amistad carcelaria.

Ninguno de los hechos ocurridos en aquellos años dejó dudas sobre el grupo de simpatizantes en cuestión. Más aún: por un hecho fortuito, un par de caramelos enviados por ellos cayó en manos de la guardia en una requisa sin que nosotros supiésemos su contenido. Apenas ocurrido ese percance, los integrantes de ese grupo fueron trasladados, torturados y puestos a disposición del PEN. Nunca pudimos saber bien qué pasó, pero la prueba de la entereza de esos muchachos fue que ningún preso político pudo ser individualizado como contacto o correo con los comunes.

Por supuesto que había alcahuetes de quienes cuidarse, particularmente en los pabellones de castigo donde nos alojaban conjuntamente. Fue justamente en ese lugar donde un tal Castrolagos intentó infiltrarse. Era tan burda su actitud (cuando hablaba, el Che Guevara quedaba como un reformista al lado suyo) que enseguida lo caracterizamos como un tipo peligroso, e inclusive se lo hicimos saber a nuestros amigos "comunes". Por supuesto que nuestros cuidados no le impidieron terminar consecuentemente su carrera: en la comisaría 4a de Santa Fe donde cumplió a la perfección su papel de verdugo y sin hacer diferencias, torturó por igual a presos políticos y comunes.

En cuanto a las vías de comunicación usadas con los comunes, durante casi dos años aprovechamos muchas variantes; pero desde 1977, la única que nos aseguró el contacto fue el "palomeo nocturno" que, aunque simple, significaba toda una operación de riesgo. Este método funcionaba con una soga o hilo grueso entre las ventanas de dos celdas enfrentadas: una de un pabellón de los comunes y la otra de un pabellón de los nuestros.

No era poco el riesgo que corrían estos valientes presos comunes. ¿Qué les podíamos ofrecer nosotros ya terriblemente aislados del mundo exterior? Nada es la respuesta. La íntima y vieja rebeldía, el odio al sistema carcelario que nos reprimía por igual, era la motivación principal que tenían para acercarnos su solidaridad. No todos lo hacían. Incluso había muchos "orejas" de los "tiras".

Pero los que lo hicieron, son los que quedan en la memoria. Son ellos los que nos hacen pensar en que toda su situación tiene que ser revertida por la sociedad. Tomar conciencia de que son usados una y mil veces para justificar millones de pesos gastados en el aparato represivo.

El pabellón de aislamiento fue siempre un lugar de encuentro -no buscado- con los comunes; las sanciones disciplinarias más "graves" se cumplían en el mismo sector, todos por igual. Allí nos enteramos de muchos hechos tremendos que ocurrían entre los comunes. Cosas que actualmente son motivo de investigaciones de programas periodísticos, desde el manejo de la droga como medio de control sobre los presos hasta los hechos más degradantes y aberrantes de la condición humana. Pero otra cosa es escucharlo, contado por ellos mismos.

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La penitenciaría de Coronda albergó a 1.153 presos

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