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 domingo, 21 de septiembre de 2003

La vida y el amor en las casas de tolerancia
"Tristes chicas alegres", libro de reciente edición, aborda los orígenes de la prostitución. Aquí se ofrece un fragmento

Aurora Alonso de Rocha

Las pupilas de las casas de tolerancia vivían encuadradas en una norma perfecta; adentro eran trabajadoras protegidas hasta donde las ordenanzas lo mandaban a la medida de los intereses en juego y la salud de los clientes, afuera eran mal ejemplo y escarnio para la gente decente aún cuando caminaran tranquilamente en las escasas horas en que podían hacerlo. No se mezclaban con los demás; miraban el mundo desde lejos. El suyo se reducía a las paredes del prostíbulo y la geografía de la provincia, hoy aquí, mañana allá, subiendo de categoría en los mejores años de la juventud —unos pocos— y bajando al compás de las enfermedades, abortos, alcohol, carácter agriado por los incidentes con otras pupilas retobadas, algún frecuentador odioso o un enamorado celoso. Un amor, un pariente, casi nunca se mencionan.

Hijos, menos. Si los tenían, iban a vivir enseguida con abuelos o con futuros patrones en extraños contratos de conchabo a futuro.

Las formas de llegar a la prostitución serían materia de un rastreo difícil, vida por vida. Lo que salta a la vista es que empezaban jóvenes y que provenían tanto de hogares integrados como desintegrados —había más familias enteras, por entonces— de pueblitos, chacras, puestos de estancia. La mayoría carecía de instrucción ("no lee ni escribe", "sólo sabe firmar").

Solían saltar de una primera aventura, una fiesta, las romerías, a la iniciación sexual con un seductor, el "cazatalentos", y a la huida de la casa. De pronto estaban en un semiclandestino consistente en una casa de pensión que no pagaba tasa por prostitución ni tenía despacho de bebidas, baile o juegos sino sólo un empresario oculto y una patrona diligente que arreglaba visitas a las piezas o la asistencia de las chicas a fiestas particulares o de comité. Era el lugar de paso de muchas jóvenes ilusionadas con un trabajo, con ser artistas, con casarse con el seductor. Las deudas con la patrona, con los turcos que vendían ropa y perfumes, los préstamos al seductor, siempre jugador y vividor y perseguido por deudas, las arrastraba al sistema más seguro: -"...mirá, Fulana, te voy a conseguir un puesto de primera con buena cama, buena mesa. ¡De primera! Gente fina. La madama era una estanciera (o una condesa rusa, o una millonaria española o una señora de la sociedad que se peleó con la familia, se separó del marido, le robaron la herencia, la echaron de Buenos Aires por política..."). Etcétera.

El número de candidatas era alto: un ejército de adolescentes (adolescentes de hoy; por entonces no se conocían ni la palabra ni el concepto) que cada dos o tres meses tomaban la volanta con su valijita, sus chucherías y alguna foto, sus estampitas y adornitos e iban a engancharse en otro pueblo, otro quilombo, otra gente, sin tiempo para "aficionarse".

Según la tradición, parte de las colecciones de postales que hay en la provincia —y todas contienen largos mensajes; era el estilo— proviene de los prostíbulos. Las daban a los clientes para que las echaran al buzón o las llevaran en mano a otro pago: una red fantasmal de afectos.

Mensajes en prosa o verso, horribles faltas de ortografía, imágenes románticas en unos cartoncitos cubiertos de seda, puntillas, flores bordadas, llevan inequívocos mensajes de encierro, como los de los presos: "Desde la soledad de mi pieza sin ver nunca el sol/ recibe de tu amiguita que no te olvida/ al recuerdo de la tristeza". "Te escribo en Navidad/ las flores son Nomeolvides pero me vas a olvidar/ porque mi culpa es el pecado".

Para amenizar, se peleaban todo el tiempo. ¿Era el encierro? ¿Era la fatiga, la falta de futuro, el miedo al hospital y el hospicio? Por lo que fuere, las grescas estallaban como petardos.

Las chicas solían ir armadas aún dentro de las Casas. O tenían un revólver, por ejemplo un Fouché o un Bull-Dog 9 mm o algún chiche empavonado o con cachas, o, simplemente, llevaban un cuchillito en la liga o la caña de la bota igual que otras mujeres de campo o viajeras, con el filo hacia atrás si estaba en la pierna derecha y para adelante si iba en la izquierda, para que saliera cortando. Además, todas eran expertas en armarse rápidamente, en las emergencias, de un ladrillo o medio adoquín o una tosca, y mandaban al hospital a otra mujer o a algún vivo que no quería pagar o, peor todavía, exigía fidelidad o alguna otra cosa rara.

A las prostitutas no se les ponen adjetivos. Son realmente anónimas: nombre, que puede o no ser el verdadero; nacionalidad —y no siempre se incluye—; edad y estado civil, que nunca dejan de ser "soltera" y "mayor de edad", para evitar problemas de parentesco y minoridad (...). Fuera de lo que dicen los expedientes judiciales, fotos y otros testimonios, queda imaginarse los detalles. Usaban ropas de colores que se llamaban de otro modo que los actuales y que probablemente fueran distintos: magenta, palo de rosa, Siena, Borgoña, café, blanco de España, verde bosque, color de obispo, testa de mono. Las telas se llamaban percal, gambrona, mezclilla, merino, lienzo y batista en los primeros tiempos; después son bombasí, crespón, chifón, holanda, damasco, valencien. Aparecen los aigrettes, los soutoirs, los corsés, los aderezos (prendedores y diadema en juego), polizones y ahuecadores, chapines de seda (zapatos livianos de fiesta), botines, medias botas y medias con espiguillas.



Aurora Alonso de Rocha es historiadora y vive en Olavarría.

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