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 domingo, 17 de agosto de 2003

Personajes & Destinos
Tortugas y tiburones en Brasil

Ricardo Luque

Para un viajero en busca de nuevos horizontes, Animal Planet puede resultar fatal. A través de su lente, perseguir serpientes en la sabana africana, alimentar buitres en la cima de una montaña asiática o nadar entre ballenas asesinas en los mares del sur parece un juego de niños. Y no lo es. Pero cómo convencer a un aventurero acostumbrado a la selva de papel creppe de "Daktari" a que, en el mundo real, los tigres no son lindos gatitos sino bestias feroces capaces de borrar las ilusiones de un sólo zarpazo. Por suerte existe gente sensata como Steven Spielberg que, a la hora de filmar una película sobre tiburones, puso las cosas en blanco sobre negro y mostró a la peor amenaza que surca los siete mares como una pesadilla.

Pero, cuando se hacen las valijas, los peligros que encierra la travesía que se está a punto de emprender no se ponen en la balanza. Si fuera así uno viviría con miedo, como Alejandro Cachari, que antes de poner un pie en un avión se lo corta de un hachazo. No. Nada de eso. Cuando se vacían los cajones y se acomoda prolijamente la ropa sólo se piensa en el placer de viajar. Un gran error. Porque una vez que se abandona el calor del hogar, no importan los recaudos que se tomen, uno queda expuesto a peligros que ni siquiera se pueden imaginar. Más si es adicto a las exóticas aventuras de Animal Planet.

¿Por qué digo esto? Simple, porque fue en Animal Planet donde conocí a Steve Irwin, el cazador de cocodrilos. Me lo presentó Jeremías, mi hijo, quien sigue sus andanzas desde mucho antes de poder pronunciar su nombre correctamente. Y fue él, el más intrépido de todos los aventureros televisivos, quien me convenció de que los animales salvajes, no importa lo que me enseñaron en la escuela, son inofensivos. Si no fuera así por qué se le ocurriría meter la cabeza en un nido de serpientes venenosas o caminar a tientas en una caverna repleta de murciélagos, o nadar en aguas infestadas de tiburones.

Sus relatos sobre las bondades de disfrutar la naturaleza, y la incontenible pasión de mi mujer, Paula, por las playas brasileñas, me empujó años a atrás a viajar a Fernando de Noronha. El archipiélago, ubicado a una hora y diez de vuelo desde Natal, es una reserva natural donde la flora y la fauna están protegidas de la depredación. Un paraíso de aguas cristalinas donde el mundo permanece tal y como fue concebido por el Creador. Sus playas, extensas, vírgenes y de arenas impalpables, invitan al descanso. A disfrutar, tendido al sol como un lagarto.

A Noronha sólo van surfistas, que enloquecen por las olas embravecidas que bañan las playas de mar abierto, y amantes del buceo, que aprovechan la abundante vida marina para saciar su sed de aventura. Las familias, con niños pequeños, son una rara avis en el archipiélago. Y no me di cuenta de que era así hasta que una tarde, después de que taladraran mis oídos durante horas, salí en busca de helado para mis pequeños, y frustrado, después de recorrer cada palmo de la isla, volví con un par de chupetines, que para mi sorpresa eran el único merchandising para niños que podía conseguirse en el lugar.

Pero lo peor sucedió una mañana que, después de disfrutar un suculento desayuno basado en frutas tropicales y leche recién ordeñada, salimos entusiasmados rumbo a la Bahía del Sudeste, una pequeña playa de aguas calmas donde los niños podían retozar libremente y los adultos, nadar hasta un rincón entre las rocas donde llegan a aparearse las tortugas. Ni lerdo ni perezozo apenas puse los pies en la arena me calcé la luneta, el snorkel, las patas de rana y me interné confiado en el mar. Debo admitir que a medida que me alejaba de la costa comencé a sentir un cierto nerviosismo, sobre todo cuando escuchaba el ronroneo de las olas y el mar se ponía cada vez más y más movido. Pero las horas que había pasado con la nariz pegada a la pantalla viendo Animal Planet no fueron en vano y desgraciadamente pude dominar el miedo.


"Buscando a Nemo"
Las maravillas que tuve la fortuna de ver cada vez que me sumergí en el mar son incontables y, por supuesto, jamás las olvidaré. Durante los brevísimos minutos que lograba contener la respiración bajo el agua mi ojos se abrieron a un paisaje de ensueño que no tiene nada que envidiarle a las imágenes animadas de "Buscando a Nemo". Hasta ahí todo bien. El problema surgió cuando, mientras seguía un cardumen de peces plateados, por el rabillo del ojo alcancé a ver cómo se escabullía rápido, hermoso, veloz, luminoso, un enorme pez grisáceso. Salí a la superficie para tomar aire y me hundí en busca de esa pieza que, en mi absoluta ingenuidad, no me quería perder. Después de dar un par de vueltas volví a cruzarme con su silueta estilizada y una vez más vi como desaparecía dejando una estela de minúsculas burbujas a su paso. La tercera vez fue la vencida. Exigiendo mis pulmones al máximo llegué hasta casi tocar el fondo con el pecho y desde allí continué mi búsqueda. No pasaron más que unos pocos segundos para que diera con mi presa y para mi asombro y espanto no se trataba más que de un tiburón, con la cabeza chata, la aleta dorsal enhiesta y la boca entreabierta. Lo vi durante un instante, pero bastó para que se me erizara la piel y sin pensarlo pusiera proa rumbo a la costa a toda velocidad.

Ya en la playa, agitado por el esfuerzo de haber nadado casi sin respirar el largo camino de regreso, me pregunté si realmente había visto lo que había visto y, avergonzado por el miedo que había sentido, no me atreví a contar lo que había pasado. La duda sobre si había nadado o no junto a un tiburón anidó como una sombra en mi corazón. Los días siguientes inventé todo tipo de excusas para evitar que volviéramos a la Bahía del Sudeste, pero el último día, ese que uno se reserva para volver a los lugares que más le gustaron, a regañadientes accedí ir a la playa. Aduciendo que las aguas estaban frias me quedé jugando en la orilla junto a los niños que habían hecho un amigo, un mulato que tenía más o menos su edad y a quien su padre llamaba simplemente Junior.

El hombre, que se pasó la tarde mirando melancólicamente al horizonte, se acercó a conversar. Me contó que era militar, que había estado destacado en la isla y que de un amorío con una joven del lugar había nacido el pequeño Junior. La oportunidad era ideal. A quién mejor que a él, que había vivido ahí, podía preguntarle si en esas aguas había tiburones. No hizo falta que lo hiciera. Fue él, mientras se calzaba las antiparras y se encaminaba mar adentro, quien me confirmó mi sospecha: hasta la Bahía del Sudeste no sólo llegan tortugas para desovar sino también tiburones. "¡Son inofensivos!", me advirtió y sin más comenzó a nadar mansamente.

(*) Periodista

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Se conservan capillas y casonas coloniales.

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