| domingo, 20 de julio de 2003 | Por obra de la diosa fortuna Saldi obtuvo su primera cámara tras acertar con un número en la quiniela La curiosidad de Carlos Saldi por la fotografía fue azarosa. Tan arbitraria como acertar un número en la quiniela, obtener un premio de tres mil pesos y recibir una cámara alemana en forma de pago. "Hasta los 18 años, nunca había tocado una cámara. Y lo más cerca que había estado de un fotógrafo había sido en el casamiento de mis tías", recuerda.
Saldi nació en una casa pobre de Entre Ríos y Ayolas, mitad barrio Saladillo, mitad Tablada. Por estas calles, donde se codeaba con "cafiolos y mafiosos", levantaba quiniela. Y lo que obtenía como comisión por las ventas lo reinvertía en el juego, aunque sin lograr buenos resultados.
Hasta que "un día vino un tipo que estaba desesperado por jugarle a un número. Eso me entusiasmó para jugarle al mismo. No me fue mal: gané como si hoy fuesen 3 mil pesos. Una fortuna, yo no laburaba y eso era un toco de guita".
La buena racha no quedaría en el olvido. El capitalista a quien Saldi reportaba tenía además una casa de empeño. Y al momento de pagarle su premio regatearon 2.800 pesos y una cámara de fotos. "La agarré. No tenía mucha idea de para qué me podía servir. Era como una licuadora, o quizás una licuadora hubiera sido más útil", bromea.
Después se encontró con un aviso en el diario que promocionaba clases gratuitas de fotografías. Con una oficinita en Santa Fe y Sarmiento. Y con un hombre que le mostró retratos, paisajes, ilustraciones y le habló de arte. Sin embargo, hasta ese momento, Saldi no parecía convencido. "Hasta que el tipo abrió un cajón, sacó una fotografía 40 x 50 y me dijo: "en un mes, usted está haciendo fotos grandes como esta". Eso para mí era como un milagro y recién ahí decidí anotarme en el curso".
Así aprendió la técnica, ejercitó su capacidad de observación, empezó a participar de salones y concursos, y a ganar premios que no incrementaron su vanidad sino que le permitieron trazar una estrategia de marketing. "Recién había venido de Estados Unidos, había montado un estudio en mi casa y me di cuenta de que si yo quería cobrar bien como fotógrafo tenía que ganar más premios que Pedro Raota. Entonces empecé a tener dos actividades: la profesional y las fotos para salones. Pero, con la diferencia de que las fotos que exponía eran las mismas que sacaba mientras trabajaba, y no tenían nada que ver con las que se mostraban en el resto del salón. Mis fotos se llamaban «Represión» y mostraban a dos canas con sus palos, o a un tipo tirado muerto en la calle".
Y gustó. A comienzos de la década del 70, era el fotógrafo argentino que más premios había recibido. Y por esta época consiguió la única medalla que todavía conserva. Pero sólo para poder contar la anécdota de cómo la obtuvo. "Un día, de la cancillería argentina me mandaron un telegrama para ver qué hacía yo que recibía tantos premios. Días después me comunicaron que me habían elegido uno de los diez o veinte jóvenes sobresalientes del año. El acto era en el Palacio San Martín, y entre los homenajeados estaba también Mercedes Sosa. Yo fui vestido de vaquero y remera, y cuando llegué no me dejaron entrar. Un amigo me prestó un saco, pero cuando volví al San Martín la fiesta estaba terminando. Así que, sobre lo último, le avisaron al locutor que yo iba a recibir mi medalla. Entonces el tipo vio que yo estaba con mi vieja, y empezó a elogiar a "las madres argentinas que brindan estos hijos al país". La invitaron a subir al escenario a entregarme el premio y, como lloraba y temblaba tanto, la medalla se le cayó y salió rodando hasta el final de la sala. A mi me dio mucha risa. Tanto que cuando me fui a Europa fue la única medalla que no vendí. Porque estaba abollada y cuando la mostraba podía recordar este día".
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