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 domingo, 13 de julio de 2003

Editorial
Ultimas imágenes del desastre

Daniel Eduardo Vila / Presidente del Directorio Diario La Capital

Como consecuencia de la criminal irresponsabilidad de un grupo de inadaptados, Rosario ha sido víctima de una catástrofe. El incendio del edificio que alberga las instalaciones de la Facultad de Derecho y el Museo de Ciencias Naturales Angel Gallardo, auténtico emblema de la ciudad y símbolo de lo mejor de su espíritu, se ha instalado en la memoria de los rosarinos como una marca de dolor e ignominia.

El origen de tanta destrucción, sin embargo, se vincula con asuntos que pertenecen a la esfera de lo lamentable y lindan, en ocasiones, con el más puro absurdo. Según lo indica cada uno de los indicios que obran en poder de la Justicia, la razón del incendio fueron las numerosas bombas de estruendo detonadas por los empleados estatales que manifestaban, en ese momento, en procura de un aumento salarial de doscientos pesos.

En los techos del histórico edificio donde antiguamente estuvieron los Tribunales de la ciudad se hallaron, en efecto, restos de setenta artefactos explosivos. Patéticas resultan, en ese contexto, declaraciones vertidas por dirigentes sindicales que afirmaron que el comportamiento de los manifestantes había sido "ejemplar" y que la verdadera noticia, aquel funesto martes 1º de julio, había sido la "contundencia" del reclamo gremial. En este caso, la objetividad por su parte se hubiera hermanado con la autocrítica.

La ciudadanía, por fortuna, es consciente de que se debe diferenciar la paja del trigo y que las razones de la movilización no merecen ser puestas en tela de juicio. Se trata de la añeja barrera que separa el fin que se intenta conseguir de los medios que se emplean para procurarlo. Por desgracia, la prepotencia de algunos pudo mucho más, esta vez, que el pacífico reclamo de los otros.

Urge eliminar de cuajo comportamientos como el que provocó esta verdadera catástrofe cultural. Trece mil piezas se quemaron en el Museo de Ciencias Naturales y muchas de ellas son irreemplazables. Las pérdidas, que aún no pueden evaluarse con rigurosa precisión, se miden en cifras millonarias.

Pero lo más grave son las pérdidas profundas, esas que hacen al espíritu de toda una ciudad, la misma que ya ha puesto manos a la obra para reparar los daños sufridos y reconstruir el magnífico palacio. Oportunas resultaron, en tal sentido, las palabras del decano de la Facultad de Derecho, Ricardo Silberstein, durante el conmovedor acto que bajo una lluvia incesante se realizó en la plaza San Martín el viernes 4 de julio, dos días después del siniestro. "Se dañó a la educación pública -resumió el decano-, y afectar este ámbito implica afectar el lugar donde se enseña, se piensa y se educa dentro de la libertad de pensamiento y expresión. Un ámbito del cual participan los trabajadores y sus hijos". La frase final del párrafo deja muy claras las cosas: no pueden esgrimirse argumentos políticos para justificar lo que fue simple barbarie. Sobre todo en el marco del estado de derecho que rige desde la reinstauración de la democracia.

Por ahora, sin embargo, aunque ya hay imputados por el hecho, oficialmente no existen culpables. Pese al unánime repudio expresado por numerosos y representativos sectores de la ciudadanía, tampoco se han escuchado propuestas concretas de ayuda por parte de quienes hasta hoy son vistos como inequívocos responsables de lo ocurrido. Apenas una vaga promesa realizada ante las autoridades universitarias por representantes de dos de las organizaciones gremiales que participaron de la protesta.

La sociedad deberá vigilar con extrema atención el desarrollo del proceso judicial en marcha. La soberbia exhibida por quienes ostentan un comportamiento corporativo no se comparece en lo más mínimo con el nivel de rechazo que su presencia y sus actitudes despiertan en la inmensa mayoría de los rosarinos. Inmunes a las justificadas críticas que han llovido sobre ellos, sordos a cualquier demanda de cambios democráticos en las organizaciones que conducen y eternizados en los cargos desde los cuales ostentan un poder que sueñan incuestionable, los burócratas y su entorno son, también, parte de ese "todos" que los argentinos han reclamado que se vayan. Aunque ellos parecen haberlo olvidado.

La ciudad no merece que la devastación sufrida permanezca impune. La semidestrucción de uno de los símbolos más trascendentes de su historia y su cultura no debería caer en la trampa que tiende el tiempo a través del olvido. Entre todas las imágenes que dejó el desastre, la última deberá ser la de la justicia.

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