Sábado. Córdoba y Corrientes. 12.30. Ocho hombres y dos mujeres de entre 20 y 35 años se acomodan para empezar la segunda función. Llegaron en bicicleta -están a un costado del improvisado escenario- porque la banda es portátil. Están cómodos en la calle: el grupo se formó para tocar al aire libre. Y ganan plata, por lo menos para poder instalarse en el mismo lugar el siguiente fin de semana. Una Cimarrona -así se llaman- no es el único grupo que hace música en la peatonal. Cada vez son más: hasta un tucumano que hace sonidos con botellas es parte de la oferta callejera.
Cada uno se adueña de una cuadra. En general, se quedan de dos a tres horas por día, "depende del público", dicen. Algunos tocan hace años y otros están aprendiendo, pero todos se animan: arman su escenario improvisado y ofrecen su repertorio. Y cuando lo necesitan se ayudan entre ellos. "En la otra cuadra -por la peatonal- está Esteban, un saxofonista que estudia en el conservatorio. Cuando alguna nota no me sale él me da una mano", admite Guillermo Dunand, de 32 años. Estudió cocina, pero dice que lo menos que haría es "encerrarse en un restaurante". Y asegura que gana la misma plata que si trabajara como empleado. Por eso todos los días, de 11 a 13, se para en Córdoba al 1300, toma su saxo tenor y entona boleros y tangos.
Un entrenamiento contra el miedo
De vez en cuando, los agentes de Control Urbano le piden el permiso municipal que necesita para hacer música en la calle. Pero no se preocupa porque lo tramitó apenas pisó la vía pública. "La calle me da grandes satisfacciones. Y no me da vergüenza para nada. Es la mejor manera de sacarte los miedos", cuenta.
La mayoría de los músicos callejeros no sintió timidez la primera vez que se vio rodeado de espectadores. Eduardo, integrante de Una Cimarrona, sí experimentó una "sensación extraña". El es uno de los diez músicos que, los viernes a la tarde y sábados a la mañana, toca música zíngara, entre otros ritmos.
La formación de la banda tiene su historia; no se juntaron por ser todos músicos, sino por amistad. "Algunos tuvieron que aprender a tocar un instrumento para estar en el grupo", cuenta quien se hace llamar Entendela, un joven de 25 años que quería tocar el acordeón pero al que obligaron a aprender a tocar la tuba.
La banda está compuesta por diez instrumentos: un violín, dos saxos, dos trompetas, una corneta, un trombón, la tuba, el bombardino y la batería "portátil" (fabricada artesanalmente con un bombo de cuero, un redoblante y un pedal).
La música, más allá del estilo, es movediza y contagiosa. Eso es justamente -según Entendela- lo que atrae más a los jóvenes. "Los más chiquitos se paran a vernos porque les llaman la atención los instrumentos y la gente más grande se entusiasma con el mambo y la salsa", detalla.
Dos cuadras después, en Mitre y Córdoba, están Rogelio Corea -alias Tata- y su hijo Daniel. Aunque se los escucha desde unos metros antes, el espectáculo se aprecia recién a esa altura de la peatonal. ¿Qué se escucha? El sonido de las botellas, acomodadas en hilera sobre dos caballetes, y que para Rogelio forman un piano.
La guitarra de Daniel apenas se siente por los golpes que da su padre contra los vidrios con dos varillas de acero. La clave para que las botellas produzcan distintos sonidos es la cantidad de líquido que tienen en su interior, según revela el hombre.
Cada uno tiene su estilo. Por eso en sólo tres cuadras se pueden escuchar distintos géneros musicales. Algunos son más improvisados, otros tienen más oficio. Lo cierto es que la gente disfruta de un rato de música y deja alguna moneda -si quiere y si puede, eso siempre está claro-.