Año CXXXVI
 Nº 49.873
Rosario,
domingo  15 de
junio de 2003
Min 16º
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Africa: Zoo a campo abierto

Corina Canale

Llegar a Nairobi, la capital de Kenya, es descubrir una ciudad atípica: bulliciosa durante el día y despoblada, silenciosa, desde el atardecer. Algo que los nativos explican diciendo que la mayoría de quienes trabajan en ella viven en los suburbios.
Nairobi es la urbe que reúne viejos edificios de la época en que los británicos convirtieron a Kenya en colonia, con las moles de vidrio y cemento de los organismos de gobierno y los hoteles.
A poco de salir del aeropuerto el viajero sabe que está en Africa. Por lo menos, que esas jirafas que lo miran desde los predios cercanos a la autopista son, entre muchos otros, los animales que vino a conocer al continente negro.
Después sabrán que las corrientes migratorias de animales entre el Parque Ambosel, en Kenya, y el Parque Serengueti, en Tanzania, son incesantes, y que esas idas y vueltas tiene a los animales en permanente movimiento desde mayo hasta julio.
También hay mucho movimiento en la moderna estación aérea de Nairobi, considerada "ciudad de transferencia" y "nudo" hacia los destinos del Africa oriental, que se visita bien en dos días.
Y después, iniciar el camino hacia el interior que uno presagia misterioso, y que lo es. Saliendo de Nairobi, a sólo 3 horas de camino, se llega al Aberdare National Park, sobre una colina, y a su country que es parada obligatoria para el almuerzo.
El camino lleva ahora hasta The Ark, una rústica construcción de madera y rocas, que es el sitio elegido para pasar la primera noche de este safari, ya muy cerca de los animales.
Las habitaciones están orientadas hacia un abrevadero de aguas claras donde la fauna viene a beber. De día se ven elefantes que llegan en grupos y manadas de impalas, y de noche aparecen las hienas, los hipopótamos y los rinocerontes.
A veces, en la oscuridad, una pareja de rinocerontes inicia un cortejo. Estos espectáculos repentinos nunca se pierden porque un timbre que se escucha en cada habitación anuncia que es preciso asomarse a los ventanales porque algo está ocurriendo afuera.
El viaje prosigue hacia los miradores de The Ark, ubicados en las rutas de los animales, lugares donde hay que guardar un silencio religioso y cubrir la piel con un repelente de insectos.
El safari continúa hacia el lago Nakuru, pero a mediocamino se encuentra uno de los límites del planeta, como es la línea del Ecuador, un desolado paraje donde hay un cartel que indica la altitud y que informa que se está pisando un sitio muy especial.
Allí se venden artesanías y por 20 dólares se asiste a una ceremonia muy bien montada por los lugareños. Al final del día aparece el Nakuru Lodge y sus confortables bungalows con techos de tejas a cuatro aguas y sus habitaciones con la infaltable bolsa para agua.
En los mini-safaris se ven cebras, búfalos y leones. La leona es la que va al frente, la que caza y la que lleva la presa hasta un lugar seguro, para ofrendarla a su macho y a los cachorros.
En ese punto del viaje se comienza a percibir la cercanía del Masai Mara, donde el paisaje de praderas y planicies es bellísimo, abierto, y donde cuesta creer que las gacelas son una plaga.
Las gacelas conviven en ese lugar con búfalos y avestruces, y a veces con altísimas jirafas. También es el territorio por el que se ven pasar a los grupos de Masai, vistiendo sus largas túnicas coloradas, gritando y avanzando al trote.
Tan adornados están, tantos colores llevan en sus cuerpos delgados y altos, que parecen mujeres. Pero esos grupos que pasan indiferentes, sin mirar a su alrededor, son siempre de hombres. A ellas, sus mujeres, raramente se las ve, porque son las que cuidan y construyen sus casas con barro y desechos de animales.
Y cuando el viajero se está acostumbrando a los contrastes de la selva aparece en el horizonte el Masai Lodge, con sus balcones que se asoman al Masai River. Allí los colores son dorados y ocres y la diafanidad del cielo es impresionante.


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