Año CXXXVI
 Nº 49.859
Rosario,
domingo  01 de
junio de 2003
Min 15º
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Mediterráneo: Placeres al alcance de la mano
Relatos de viaje a bordo de un crucero en el medio del mar

Leonardo Freidenberg

En ese barco el viajero encontró a personas que habían decidido escaparse del mundo conocido para fabricar su propio espacio sin fronteras de tierra a la vista. Ella, María, era alemana y estaba literalmente tirada en una cómoda reposera junto a la piscina. El, Jean, era belga y caminaba alrededor de su mujer, la miraba y volvía a sentarse a su lado.
-¿Así que te casaste cuatro veces? -me dijo- yo también.
Cuando esperaba oír algunos comentarios sobre sus ex esposas, Jean logró sorprenderme: "pero me casé las cuatro veces con la misma mujer, María", confesó con una sonrisa y una mirada cómplice hacia su consorte, que escuchaba divertida esa charla íntima entre hombres que no se conocían.
Mientras tomaban un trago preparado por los solícitos barman, ambos se interrumpían para contar que esa era su tercera luna de miel y que el segundo y tercer divorcio les había costado prácticamente una fortuna.
-¿Por qué eligieron un crucero?
-Por varias razones -dijo ella-. Estamos lejos de todo y de todos, podemos tener la sensación de que estamos solos porque aunque a bordo hay más de dos mil quinientas personas entre pasajeros y tripulantes, siempre existen rincones, especialmente en la noche, desde donde mirar el mar desde una isla, este barco, que se mueve.
-Y por la comida, que es excelente, y las bebidas, que nunca faltan -apuntó él-.
La salida de Barcelona tuvo el glamour de una despedida de novela romántica, aunque el viajero no compartía con nadie su periplo. Una pareja de edad incierta pero abundante agitaba sus pañuelos blancos, lo cual no sería curioso si no fuese porque no había nadie en el muelle para despedirla.
-Ahí no hay nadie y ustedes insisten en saludar, ¿se mudan de país? -preguntó el viajero-.
-No, pero es lindo..., -comenzó a decir él-.
-...Como en las películas... -continuó ella-.
-Nos gusta... -dijeron al unísono, dando la imagen de ser una pareja setentista, es decir, de cómo setenta años de casados-.
Tardó varias horas en recorrer la nave de casi 293 metros de largo y unos 32 de ancho. Se metió en el gimnasio lleno de máquinas modernas, cintas para correr y caminar, pesas y colchonetas, del que se acordaría todas las mañanas de la travesía con una promesa: "mañana voy a empezar".
Estaba lleno de señoras y señores que parecían dispuestos a bajar de peso antes de llegar a Villefranche, Francia, la próxima parada. Pero eran solo apariencias, ya que cuando volvió a ver las mismas caras en los distintos comedores, los "gimnastas" mostraban su verdadera pasión: la gastronomía.
En los primeros días siguientes anduvo buscando mujeres bonitas por la cubierta, sorteando reposeras y esquivando camareros con bandejas cargadas de bebidas, mientras la música de fondo en vivo con ritmos latinos rompía sus esquemas de navegante mediterráneo.
Allí, moviéndose al compás de la música y con un pareo multicolor, encontró a Tania, una francesa flaca y hermosa que lo miró con ojos amigables. Tuvo tres o cuatro minutos para hablar con ella a solas, imaginando cómo bailarían juntos esa noche...hasta que se acercó Joop, un joven holandés que tenía una mirada terrible, casi dos metros de altura y una espalda llena de protector solar blanco que asemejaba a una pista de esquí para enanitos.
-El es Joop...el es un argentino -presentó la chica-.
-¿Argentino? -preguntó el tipo-.
-Eeeeh..sí... pero no me gusta el fútbol y las Malvinas son holandesas...
-¿Estás solo?
-Eeeeeh...sí, ahora también...
-Mucho gusto.
-Eeeeeh, sí, digo, encantado....
Y la mano de la bella francesita desapareció dentro del puño del holandés que se la llevó hacia el bar. Así terminó el sueño de un amor tórrido y volátil como la brisa marina, pero al menos con la tranquilidad de no enojar a ese container con piernas y seguir con vida.
En el crucero los placeres están al alcance de cualquiera que sepa dónde y cómo buscarlos.
Los días fueron pasando con imágenes diversas: Villefranche, en la Costa Azul; las italianas Livorno, Nápoles y Venecia; la misteriosa Dubrovnik, en Croacia; la maravilla griega llamada Corfu...
Allí sí tuvo suerte, porque cuando bajaba del barco para comprobar lo que algunos tripulantes le habían contado sobre las turistas que visitaban el lugar, vio a Elisa, una catalana con la que caminó durante horas por callecitas, pisó arena y piedras pequeñas en la playa y compartió el viaje hasta que terminó sus demasiado cortas vacaciones.
Precisamente la pareja de casados, descasados y vueltos a casar que conoció el primer día, compartió con el viajero y Elisa la primera noche de discoteca. Allí encontró también al holandés gigante y su pequeña hada, y no pudo evitar contarle a Elisa hasta dónde había llegado su imaginación con la francesa. Elisa no acusó el impacto, pero devolvió el mandoble: "qué curioso, a mí me pasó lo mismo, pero con el holandés", le dijo, mientras cruzaba una mirada seductora con la mole rubia que apretaba a su pareja como si quisiera exprimirla.
Las siluetas de Civitavecchia, cerca de Roma, y Barcelona al terminar el crucero, fueron sólo eso, siluetas. Ahí dejó a Elisa, cargada con dos valijas llenas de calcomanías, navegante incansable ella de cruceros por doquier, y según sus propias palabras, buscadora de "hombres efímeros como tú, que sólo pueden hallarse en medio del mar y que como las olas, desaparecen suavemente y sin molestar".



Las embarcaciones recorren el Mediterráneo sin pausa.
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