| | cartas La santa fe nos inundó
| En esas lluviosas noches de otoño, hayamos estado lejos o cerca, quisiéramos o no, Santa Fe se infiltró de alguna forma y nos inundó el alma. Esa fe que despierta a quienes sin saberlo viven desesperanzados y no aceptan otra cosa que la mala noticia. La fe que mueve montañas para emocionar al insensible, para certificarle al incrédulo, para animar al inseguro. La fe que llega para mostrar lo que no quisimos ver. Aquellos que aún no logramos salvar al mundo nos acercamos, en cuerpo o espíritu, para ayudar a salvar, por lo menos, el mundo que constituye cada pequeña y despojada vida humana. Quizás nuestras culpas sean también arrastradas por el río que tan sólo buscó llegar al mar, como todos nosotros. Quizás nuestras cargas inútiles se pudran junto con todo aquello perecedero que flota un momento y luego se hunde, dejando en alto un alma inmaculada. Allí, emergiendo entre las aguas, en los techos de las casas, y por encima de las posesiones materiales -como siempre debió ser- estaban las personas que en la soledad de la noche sobre el río, se hallaron en la inquietante situación de ser sin tener, descubriendo lo que verdaderamente obtuvieron de la vida luego de décadas de trabajo: su sí mismo lleno de falencias y virtudes. Hasta al más fuerte lo inunda la incertidumbre ante la novedad de sentirse sin barreras, pues las que no se llevó el río cayeron cuando el fuego de la certeza bajó para constatar, luego de tantos años, cómo se siente estar vivo. Resultó ser que la vida no era la búsqueda del dinero, la casa y sus comodidades. La vida no era llegar al poder. La vida no era el odio. La vida no era el escándalo del personaje en la televisión o en el gobierno, el día de descanso o las vacaciones. La vida era respirar y sonreír. La vida era acercarse al otro y amarlo. La vida era alzar al hijo en brazos y enseñarle el mundo. La vida era el amigo. En fin, como el agua era tan sólo agua, la vida simplemente era vida. En toda la Argentina, inundados por la santa fe, miles fuimos las personas que morimos y volvimos a nacer con el mismo cuerpo, en el mismo techo, con un cielo a la vez estrellado y nublado sobre nuestras cabezas, con una isla a los pies y con la certeza de haber aprendido, por fin, cómo ganarle tierra verdaderamente firme a las oscuras aguas. Luciano S. Méndez
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