Eduardo Duhalde
En medio de la tempestad económica, social, política e institucional de comienzos de 2002, la Asamblea Legislativa me convocó para asumir los destinos de la Nación. No contábamos en ese momento con tiempo ni las condiciones necesarias para dar comienzo ordenado a una gestión. Debimos poner manos a la obra de inmediato en un clima de irascibilidad social jamás visto. Me hice cargo de la conducción del país con lo imprescindible: un proyecto de nación independiente, una experiencia en materia de gobierno y un equipo honesto y eficiente, decidido a producir los cambios que las circunstancias exigían. Al asumir determiné cuatro prioridades, que serían los ejes de todo mi gobierno: reconstruir el poder institucional ante el peligro cierto de disolución nacional. Pacificar la sociedad frente al derrumbe que amenazaba con la anarquía. Poner el país a trabajar después de 4 años de depresión, con la consecuente desocupación, cierre de empresas y caída libre de la producción nacional. Y normalizar las relaciones con el mundo, en medio del default y de un descrédito internacional jamás visto en nuestra historia. Con esas certezas atravesamos lo peor de la crisis y llegamos a esta instancia, para nosotros feliz, de entregar el poder a un gobierno elegido por la voluntad soberana del pueblo. No puedo ni debo formular un balance de mi propia gestión. Esa es una tarea reservada a los argentinos. Seguramente hubo cuestiones que no pudimos resolver, y habré cometido errores. Pero entre éstos no encontrarán, de manera alguna, la frivolidad, la corrupción o el despilfarro. De mi parte, más que hablar de lo logrado prefiero hablar de lo evitado. Yo pude adoptar medidas que evitaron profundizar el proceso preanárquico que vivíamos, caer en el descalabro definitivo del sistema financiero o en la hiperinflación. Aunque la recuperación económica, el fortalecimiento de las instituciones y la consolidación de la democracia fueron obra del conjunto del pueblo argentino. El camino de la reconstrucción recién ha comenzado, pero hay que fortalecerlo y avanzar mucho más. Para ello es preciso toda la comprensión y colaboración con las nuevas autoridades. Mi mensaje de asunción del 2 de enero de 2002 finalizaba con una expresión de fe en las potencialidades del país y su pueblo: "Argentina tiene futuro". Hoy, en la hora de la despedida, repito esas palabras sabiendo que las comparte la mayoría de la gente. Argentina tiene futuro.
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