Edimburgo tiene algo de lúgubre y de señorial. Se la considera una de las ciudades más hermosas de Europa, y debido a su singular aspecto no se la puede comparar con ninguna otra. Al avanzar por la calle Royal Mile se descubren elegantes edificios de cinco o seis pisos -algunos doblemente centenarios- construidos con enormes bloques de piedra al desnudo. La mayoría de las iglesias exhibe ese rugoso reborde de la piedra sin pintar que se oscurece con los siglos y la humedad. El color negro de sus paredes otorga un toque tenebroso al ambiente, donde priman las iglesias negras de cúpulas puntiagudas. Y sin embargo, Edimburgo mantiene inalterada su aura señorial, e incluso romántica.
A la vuelta de cualquier esquina del Old Town nos topamos con estrechos callejones medievales. En cambio, el New Town mantiene casi intacta su arquitectura del siglo XVIII, conformando el mayor barrio europeo de estilo georgiano que se impuso cuando la ciudad era una de las capitales intelectuales del mundo occidental. Pero la arquitectura mayoritaria es posterior -la victoriana-, traducida en grandes palacios de cúpulas cónicas color verde adornados con estandartes reales y elevadas torres reloj.
La ciudad, particularmente pequeña, tiene 16.000 edificios catalogados oficialmente como de "importancia histórica", y en el extenso casco céntrico no hay una sola construcción moderna que rompa la armonía estética. Edimburgo es, básicamente, una ciudad del siglo XIX.
Abadía del siglo XII
Ubicada en el centro del Old Town, la calle Royal Mile señala el corazón de la ciudad. Nace en el deslumbrante Palacio de Holyroodhouse, que aun funciona como residencia oficial de la reina en Escocia, y conserva una abadía del siglo XII rodeada de hermosos jardines. A medida que se asciende por la Royal Mile, en dirección a la colina del Castillo de Edimburgo, se descubre que a los lados se ramifican estrechos callejones medievales. El primer gran edificio que aparece es la misteriosa catedral de High Kirk of Saint Giles, que en su interior alberga una capilla decorada con estatuas de madera donde sobresale un ángel muy "nacionalista", tocando la gaita.
Callejón Brodies Close
Más adelante, a mano izquierda, nace un callejón llamado Brodies Close en honor al ignoto Francis Brodie, cuyo hijo William era un respetable comerciante que se dedicaba a la buena vida y durante la noche oficiaba de ladrón. En 1788 el traicionero Will terminó ahorcado públicamente en un patíbulo construido por él mismo con la finalidad de ajusticiar criminales, y su mala fortuna inspiró a otro célebre habitante de la ciudad, Robert Stevenson, para escribir "El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde".
Poco antes de llegar al castillo está el Scotch Whisky Heritage Centre, donde el visitante recorre sentado en un barril los 300 años de historia de la famosa bebida escocesa, mientras observa una pequeña destilería y un holograma con la imagen de un maestro mezclador explicando la fórmula del whisky. Al final nos espera la degustación de rigor, pero quien desee beber whisky en un verdadero bar histórico, solo tiene que bajar unos metros por la calle, donde a mano izquierda está uno de los pubs más antiguos de la ciudad, el Ensign Ewart, que data de 1690.
Algunas iglesias tienen al frente un cementerio, donde sobresalen del pasto epitafios ilegibles tallados en piedra bajo la ramificaciones de los árboles sin hojas. Las gaviotas y unos pájaros negros sobrevuelan los oscuros edificios, y el panorama incluye un contexto de colinas circundantes que determinan la irregularidad de las calles. Hacia el sur se divisa una extraña meseta rocosa con una pronunciada inclinación, y al oeste, donde termina la Royal Mile, el legendario Castillo de Edimburgo se levanta en lo alto de una colina de roca volcánica, atesorando los testimonios de deslumbrantes coronaciones, sangrientos asedios y las traiciones más viles.
Museos de armas antiguas
Existe evidencia de que hace ya 2000 años los altos de esta colina funcionaban como una posición de fuerza. En la actualidad, un foso rodea los elevados muros del castillo, al que se ingresa cruzando un arco almenado y un gran portal de madera donde montan guardia dos estatuas de hierro con forma de caballeros medievales. Inmediatamente se transita por las empinadas calles empedradas que suben y bajan surcando este microcosmos amurallado. Allí uno se pierde en un laberinto de escaleras y recovecos que conducen a patios internos y largas balconadas con cañones apuntando hacia el mar.
En el castillo hay museos de armas antiguas, un cementerio de perros de los caballeros medievales, un gran cañón con balas mayores a una pelota de básquet, húmedas mazmorras y las famosas joyas de la corona. En una sala muy custodiada se exhiben la Piedra del Destino -sobre la cual se coronaba a los primeros reyes escoceses desde el año 842-, la Corona de Escocia -hecha de oro y decorada con perlas, diamantes y amatistas-, un cetro de plata rematado con una esfera de cristal de roca y la gran Espada del Estado, decorada con bellotas y hojas de roble de la simbología cristiana.
La Piedra del Destino fue robada a Escocia por el rey inglés Eduardo I en 1296, y permaneció en la Abadía de Westminster en Londres hasta 1996. La espada y el cetro -un obsequio del Papa al rey James IV en el siglo XV- debieron ser ocultados fuera del castillo junto con la corona, para que no cayeran en manos del invasor inglés Oliverio Cromwell en 1652.
A lo largo de la historia, Edimburgo ha sido anhelada por diversos reyes que siempre quisieron tenerla bajo su dominio. Millares de hombres dieron la vida por ella, de un lado y del otro de los muros del castillo, defendiendo milenarias lealtades y las sagradas joyas resguardadas allí dentro. Seducidos por el esplendor de la ciudad, monarcas y conquistadores se disputaron con ferocidad el cetro, la corona, la espada y el castillo mismo, que fueron siempre la excusa para las guerras. Pero la razón de tanto vaivén era la ciudad, deseada y añorada como la joya más fina de la corona británica.