La esquina de avenida López y Planes e Iturraspe, puerta de acceso a la ciudad desde la autopista Santa Fe-Rosario en el corazón del populoso barrio Barranquitas, exhibe un paisaje inusual desde que el Salado invadió sus calles. En la ochava noreste, un busto de Evita preside la plazoleta Angelita Peralta Pino. Allí se instalaron desde hace catorce días, en dos carpas improvisadas con chapas, lonas y frazadas, los 24 integrantes de la familia Sánchez.
"Yo soy Juan Sánchez", se presenta apenas ve llegar al cronista de La Capital el mayor del humildísimo clan conformado además por su esposa, cuatro hijos con sus respectivas parejas y catorce pequeños nietos. Podría decirse que más que subsistir apenas sobreviven. Hacinados, comen lo que les acercan los vecinos y tienen que caminar cuatro cuadras para ir al baño químico más cercano. Conviven además, en plena calle, con un loro, cinco perros, dos caballos y dos gatos: los animales que alcanzaron a rescatar de la inundación.
Los Sánchez son pobres. En rigor, muy pobres. Sin dudas un censo los ubicaría en la brecha de la indigencia que clasifica al segmento de los que tienen las necesidades básicas insatisfechas, esa clasificación sociodemográfica de los excluidos que se desparramó en la Argentina desde los años 90 hasta ahora, sin escalas.
Pero no viven con vergüenza su precaria situación. Sus miradas son transparentes y sus palabras francas y contundentes: "Pensar que vivíamos de lo que pescábamos en el Salado, y ahora fue el mismo río el que nos corrió. Pero vamos a volver".
"Sí señor, vamos a volver porque somos nativos y de allá no nos vamos a mover jamás", enfatiza Juan con autoridad de patriarca mientras señala el barrio inundado, 500 metros al oeste de su circunstancial albergue.
"Algunos de nosotros habíamos ido los primeros días al puerto, pero allá había que pedir permiso hasta para el ir al baño. Y si salíamos (del predio) no podíamos volver, entonces preferimos venirnos acá y apechugar todos juntos", describe Sánchez mientras muestra el interior de una de las carpas donde uno de sus nietos duerme la siesta ajeno al ruidoso tránsito de la avenida López y Planes.
Cuentan que no tienen más ayuda que la de los vecinos que les acercan comida y unas ropas que una de las hijas clasifica para repartirlas. Se muestran indiferentes cuando el cronista les dice que el gobierno distribuye asistencia alimentaria entre los autoevacuados. No se habían enterado porque ni siquiera escuchan la radio aunque, de todos modos, el dato parece no importarles demasiado.
"Esperamos que baje el agua"
"No fuimos a buscar nada y acá no vino nadie. Sabemos que si alguien viene será para corrernos, así que lo único que nos importa es que baje el agua para volver a nuestra vida", dice con orgullo. "El que se portó muy bien con nosotros es el señor Macua, nos puso una canilla y nos dio agua", aclara agradecido, mirando hacia el negocio de su famoso y transitorio vecino. "A cuatro cuadras hay baños químicos, pedimos que nos coloquen uno más cerca pero no nos dieron bolilla", comenta resignado aludiendo al enorme riesgo sanitario que corre su familia.
A Juan Sánchez parece perseguirlo una obsesión que está por encima de los debates sobre la conveniencia o no de que la gente vuelva a habitar sus casas devastadas. Su estado de ánimo parece inmunizarlo del estrés postraumático del que hablan los psicólogos respecto de la población afectada. Y eso que él también perdió todo, aunque era poco menos que nada. "Tenía chanchos, gallinas y tengo un rancho en la costa del otro lado del Salado. También me la rebuscaba haciendo limpieza con los carros y los caballos, pero ahora me quedan dos; los otros dos se me ahogaron", explica.
"Del resto no alcanzamos a sacar nada, parece que todos sabían pero nadie nos avisó nada", es el único reproche que ensaya el hombre de cara redonda y barba.