Jorge Sansó de la Madrid / La Capital
María García tiene el rostro curtido, pero goza de una jovialidad que desmiente sus 51 años vividos en medio de la adversidad. Una existencia difícil que se denuncia antes de que ella salga del rancho entre los patos, gallinas, perros, gatos y chanchos que junto con sus nietos retozan en medio de la basura. Su marido se gana la vida cirujeando y criando cerdos. María es titular de un plan social estatal que -se queja- hace cuatro meses que no cobra. La suya es una historia testimonial de la Argentina profunda que la convertibilidad disimuló en las orillas de las ciudades cuando los más privilegiados repartían su tiempo entre shopping y viajes, para ella siempre vedados. Un testimonio que vale la pena registrar con o sin inundación: la pobreza y la desocupación campean en Santa Fe desde mucho antes de que sus calles se llenaran de agua. Sin embargo, para La Capital García también se convierte en un testimonio viviente de la calamitosa irrupción del río Salado más allá de su miseria, de su vida destemplada ("me aterran las víboras y acá hay un montón, anoche maté dos al lado de mi cama") de su rancho y de la carpa que, horas antes en propia mano, le dejó el gobernador Carlos Reutemann. A la mujer, como a la totalidad de los habitantes del populoso barrio Santa Rosa de Lima, la corrió el agua de su vivienda de calle Vera 4558. Pero ella no quiso irse a un centro de evacuados y prefirió correr en sentido contrario, hacia el oeste, donde está el terraplén Irigoyen, un alto talud que bordea la avenida circunvalación tapada por el agua y cruzando ésta el barrio, en las mismas condiciones. Desde esa altura, protegida del agua que igualmente le arruinó las pertenencias ("un placard y un freezer que nunca más me podré comprar") que su marido intentó en vano resguardar subiéndolas a una mesa, María observa y se entristece. No por su infortunio, está curtida por lidiar contra la pobreza desde que tiene memoria. "Pienso -dice de pronto, sin dejar de mirar lejos- en una vecina muy viejita que tenía un hijo sordomudo. Los dos se ahogaron. Me destroza pensar lo que habrán de encontrar cuando saquen el agua". Entrevistada y periodista saben a qué se está refiriendo, ambos asienten en silencio. Sólo queda esperar los imprecisos días que los cálculos oficiales estiman para que llegue esa hora de verdad. "¿Sabe que de noche me despierto y no me puedo dormir? Sueño siempre lo mismo y cuando estoy despierta sigo oyéndolo... una y otra vez... me da escalofríos", dice y cae en un ensimismado silencio. - ¿Qué es lo que oye, María? - Las voces... los gritos... de quienes quizás estén muertos. - Cuénteme. - "El martes a la noche, cuando el agua entró al barrio, nosotros llegábamos al terraplén. Estaba muy oscuro y desde acá se escuchaban los gritos con toda claridad, los pedidos de auxilio. Los traía el viento, no sé, pero los sentía como si estuvieran al lado mío. "Socorro, me ahogo", "Hagan algo, que nos morimos", "Auxilio, por favor traigan una canoa", "Por el amor de Dios, sálvennos". En este momento, ahora en que se lo lo estoy contando a usted y estoy despierta, también me parece oírlos... mire... se pone la piel de gallina. Fue horrible. Usted tiene suerte de no haberlo oído. Yo lo voy a seguir escuchando hasta el día en que me muera.
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