Año CXXXVI
 Nº 49.838
Rosario,
domingo  11 de
mayo de 2003
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Violencia sin control. Una seccional conmovida por la inseguridad
Vivir y morir en barrio Ludueña
Cuatro asesinatos sin aclarar colmaron la paciencia de los vecinos. Denuncian que policías de la zona protegen a delincuentes, les venden armas y cobran "porcentajes" para tolerar la venta de drogas y otros graves delitos

Sergio M. Naymark / La Capital

"Aquí se han roto todos los códigos. La vida y la muerte parecen tener el mismo valor. Los ladrones ya no respetan ni a sus vecinos, hay bandas de pibes armados que no dudan en disparar contra cualquiera para quedarse con una bicicleta o un par de zapatillas. Hay vendedores de drogas que se exhiben ante todos sin pudor. Y todo eso bajo la mirada distraída y cómplice de la policía de la zona que como cada uno de los vecinos, sabe quiénes son, dónde viven y qué actividad desarrollan". La frase, categórica y dolorosa, sale de la boca de una vecina a la que en esta crónica llamaremos ficticiamente María. Vive en la zona de Urquiza y Felipe Moré, en el barrio Ludueña Sur. Palabras casi idénticas pueden escucharse del otro lado de la vía: en Ludueña Norte.
Esos barrios, en los cuales durante los últimos meses se han producido hechos de violencia con cuatro vecinos muertos como saldo, parecen zonas liberadas. No sólo a los maleantes. El miedo y la desconfianza llevan a numerosos habitantes a no denunciar intimidaciones y agresiones porque, aseguran, "la cana es parte de esto". Dos sensaciones que también llevaron a muchos a cambiar hábitos y códigos de vida.
El sol cae a plomo en la esquina de Gorriti y Liniers, el corazón de una villa en la que todos y cada uno conocen a quienes allí viven. El lugar está a seis cuadras de donde la noche del pasado miércoles asesinaron de un balazo en la espalda a Juan Alberto Rueda, un pibe de 16 años que quiso evitar el robo de su bicicleta. "Acá se chocan las preguntas", confiesa un muchacho treintañero de prolija barba y bigote, Hernán, que pala en mano construye el desagüe de su precaria vivienda. "Algunos se preguntan cuánto vale uno para que lo maten por una bicicleta y otros dicen «qué loco hay que estar para hacerse matar por una bicicleta». El tema es saber el verdadero valor que cada uno le da a las cosas que tiene y saber si entre esos valores también está la vida. O si solo das por ella los 20 pesos o algunos porros que te van a dar por la bici".
A partir de esas preguntas Hernán describe el círculo que aprisiona al barrio. Uno más de los que la policía suele llamar zona roja. "Cuando vos sabés el valor de cada cosa empieza a jugar el rol del vecino. Si hay un pibe que mata a otro para robarle la bicicleta quiere decir que existe otra persona que se la compra al ladrón. Esa persona es tan culpable como el asesino. Porque si yo compro una bici o una TV robada significa que lo estoy mandando a robar, y quizás a matar", asegura en la puerta de su casa de la villa.
Pero el círculo no termina en el comprador, agrega un hombre de unos 30 años, que se suma a la charla. "Aquí se consiguen armas y drogas en lugares que todos conocemos y que la policía visita porque vienen a cobrar su porcentaje del negocio todas las semanas", dice señalando una casilla ubicada a unos 50 metros del lugar donde se establece el diálogo y a la que "llegan en autos modernos de varios lugares, y a veces también en patrulleros". Incluso cuenta que algunas veces "llegan a los tiros corriendo a algún delincuente que se esconde en los pasillos de la villa. El que sale a negociar con los canas para que no lo agarren es el propio narco".
Pero aclara que eso no sólo ocurre allí. "En cualquier barrio de la ciudad podés conseguirlas porque narcos y policías hay en todos lados. Claro que no vas a ir a la comisaría a buscar el arma, pero sí podés ir hasta la casa de algún cana que viva en el barrio y conseguir de todo".
En ese orden, el pibe agrega que "cuando la cana mata a alguien le planta un arma para simular un enfrentamiento y esas armas muchas veces son las que ellos levantan en otros lados. Algunas las venden o las prestan. Otras las plantan".
Del otro lado de la vía, en Ludueña Sur, María dice que hace al menos dos años la inseguridad en la zona es total. "Siempre hubo choros aquí, pero no robaban en el barrio y si venían delincuentes de otro lado te defendían. Ahora todos conocemos quiénes son los ladrones, los vendedores de drogas y los policías que pasan a cobrar las cuotas para que trabajen libremente". Y agrega nombres sin temor: "aquí están los Babosos, los Melena, los Bolones. Todos los conocemos, sabemos dónde viven y qué hacen. Son los que asaltan a mansalva a todos los que pasan por aquí, sean vecinos o extraños, a cualquier hora. Y son los mismos que después tocan el timbre de tu casa para ofrecerte lo que robaron el día anterior".
Otra vecina de la zona que tampoco se identifica y a la que llamaremos Olga asegura que "todos los viernes, un policía de civil llega en moto a la zona de Urquiza y las vías a cobrarles a los delincuentes. Se queda charlando con ellos, hace su negocio y se van. Es una cadena", dice la mujer desde atrás de su ventana enrejada.

Cambio de hábitos
Vivir en este Ludueña violento llevó a los vecinos a cambiar conductas. Una joven veinteañera de la zona norte aseguró a La Capital que se mueve "dos cuadras a la redonda" de su casa. "Sé que en determinadas horas y lugares no puedo ir sola. Ni caminando ni en bicicleta porque me roban lo que tenga. Soy del barrio, conozco los pasillos de la villa y en algunos lugares puedo andar tranquila. Pero en algunos otros, a pesar de conocer a los pibes que roban, no me puedo mover. Porque ellos, cuando están pasados de vuelta, no se conocen ni a ellos mismos", asegura mientras saluda a un pibe que pasa caminando con la cabeza gacha. "Es un raterito de los que estábamos hablando", dirá enseguida.
En Ludueña Sur pasa lo mismo. "Tengo dos hijos adolescentes que hasta hace un tiempo a esta hora -las 17 de una tarde soleada- solían estar parados en la esquina conversando con sus amigos. Ahora vuelven de la escuela, comen y se quedan encerrados. No quieren ni asomarse a la calle", confía María. "Si van a bailar yo me quedo con el corazón en la boca y ellos deben salir en grandes grupos para protegerse. Mi hijo se compró después de mucho tiempo de ahorro unas zapatillas de 120 pesos y ahora no las puede usar por temor a que lo maten para robárselas. Las usó una sola vez. Fue cuando un amigo lo vino a buscar en auto".
Pero los hábitos no sólo han cambiado para los vecinos sino también para quienes por algún motivo lleguen al barrio. "Aquí ningún familiar quiere venir porque si baja de un colectivo y tiene que caminar un par de cuadras seguro que lo roban. Y si vienen en auto tienen que salir cada cinco minutos a la calle para ver si no se lo robaron o rompieron", sostiene la mujer.
Otros vecinos de la zona comentan de gente que se ha ido a vivir a Funes o a otros sectores de la ciudad hastiados de los robos. "Pero no podés dejar la casa así nomás porque después volvés y no encontrás nada", dice una mujer que recuerda el caso de la familia de Antonio Romero, quien era dueño de una estación de servicios de Parquefield y fue condenado por el crimen del artesano Federico Lusa. "Ellos vivían en Matienzo y San Lorenzo. Después de la condena la esposa cayó en un estado de locura y la tuvieron que internar. La casa quedó sola y los pibes la saquearon. No quedó nada. Pasaban por aquí y te ofrecían el inodoro, el bidet, las piletas con el revoque pegado".

Redituable negocio
Pero María sabe muchas más cosas del barrio en el que hace muchos años vive y en el que vio morir a gente conocida. "Los asesinos de un distribuidor al que mataron el año pasado (se refiere al crimen de Cristian Guevara) siguen dando vueltas por el barrio como si nada. Hace unos 20 días al que lo mató lo vieron sentado en Urquiza y las vías. Los vecinos llamaron a la policía y llegaron como a la hora. Ya no estaba. El miércoles pasado anduvo dando vueltas por Santa Fe y Felipe Moré. Todos saben donde está, donde se esconde. Incluso el cómplice, durante Semana Santa estuvo vendiendo pescado en la esquina de Humberto Primo y Felipe Moré. Muchos vecinos lo vieron y avisaron a la policía, pero ellos nunca lo encontraron. Después te llama la policía para preguntarte si tenés datos sobre el paradero. Parece que nosotros somos los que tenemos que investigar".
Un hombre que vive sobre Felipe Moré, a metros de los dominios de los temidos Babosos, reconoce que a fines de noviembre "al más chico de los pibes lo agarraron dentro de una casa con lo que se estaba robando. Eran las 3 de la tarde y a las 6 la madre fue a buscarlo, pagó 500 pesos y se lo trajo".
Pero para ese vecino el problema no es la inseguridad sino "el negocio que se hace de la delincuencia y que es regenteado por la policía. Los choros pagan una cuota a la comisaría y hacen lo que quieren. Después compran drogas en lugares que la misma policía conoce, o venden lo robado a gente que yo te aseguro nunca compra de buena fe. El que compra lo robado es tan culpable como el mismo que robó".



Familiares y amigos de Carlos Achával, el menor asesinado. (Foto: Angel Amaya)
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