Año CXXXVI
 Nº 49.818
Rosario,
domingo  20 de
abril de 2003
Min 12º
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cartas
Mi papá tenía razón

El caso de Erich Priebke, el criminal nazi que vivió refugiado más de 40 años en Bariloche con una identidad falsa, siempre me despertó curiosidad y lo seguí en sus diferentes instancias hasta el juicio en Italia que lo declaró culpable por la masacre de las Fosas Ardeatinas. Por eso, cuando la semana pasada se supo que el ex jerarca había sido reinvidicado en su querida Bariloche, me zambullí nuevamente en los diarios. Lo que primero fue una inquietud si se quiere periodística terminó transformándose en una sorpresa que por poco me hizo caer de la silla. El hombre que lo enalteció era el titular de la Fraternidad de Agrupaciones Santo Tomás de Aquino (Fasta). Al leer esas siglas pensé en forma categórica: yo estuve en la boca del lobo. Durante 1982, cuando cursaba el primer año de la secundaria concurrí y participé de las actividades de la filial Rosario de Fasta, denominada Ruca Hueney ("Casa de amigos", en idioma mapuche), que funciona en un inmueble perteneciente a la iglesia ubicada en Catamarca y Riccheri. A Fasta, integrada y comandada por grupos de jóvenes, llegué por casualidad. Hacía pocos meses que con mi familia nos habíamos mudado a Salta y Callao y mis únicos amigos del barrio de aquella época iban allí. También confieso sin pudor un primer metejón adolescente que me hizo seguir a una chica de la cuadra, también militante de Fasta junto a sus hermanos y primos. Todos esos sentimientos hicieron que mi falta de convicción religiosa quedara en un segundo plano. Es decir, privilegié estar con mis amigos. En Fasta se realizaban actividades típicas de cualquier grupo de boys scouts: deportes al aire libre, campamentos, liturgia y misas, pero todo con un trasfondo castrense que 21 años después no deja de sorprenderme. Las "jornadas" se iniciaban y se cerraban con una formación, con himnos e izamientos de las banderas argentinas y de Fasta. Después, todos a misa. Existían tres agrupaciones: la masculina, la femenina y la juvenil (ésta última era mixta). Uniformados con vaquero celeste, camisa azul plomo, zapatillas oscuras y boina azul, en el caso del grupo de varones había dos grandes secciones: los "escuderos" y los "templarios". Cada una de esas secciones estaba dividida en "escuadras" con nombres de fantasía, que tenían un "jefe" a cargo. Por el lado de las chicas, estaban las "adalides" y "caperuzas" con la misma organización. Esos equipos competían entre sí y hasta había un ranking. Curiosamente, los integrantes de Fasta nos denominábamos "milicianos". Cuando un jefe de escuadra o de sección o de agrupación te llamaba por algún motivo, debías responder con un contundente "a tus órdenes". La "venia" se completaba con una posición de "firmes": mano derecha calzada en el cinturón, brazo izquierdo primero extendido sobre la pierna y luego haciendo tocar el puño con el pecho. Todos estos detalles llegaron a oídos de mi padre, quien puso el grito en el cielo. Sospechaba de un tufillo nazista o fascistoide en todos esos ritos. Yo me resistía a creerle. Un sábado a la mañana me llevó a tomar un cortado a un bar que estaba en la esquina de Dorrego o Balcarce (no recuerdo exactamente) y Urquiza. Allí me dio una charla en tono pedagógico y detallada de cómo trabajaron en los años 30 la juventud hitleriana y el movimiento fascista. Todo coincidía con lo que veía en Fasta. Pero, con la lógica de un adolescente, creí en ese momento que mi padre exageraba. Unos meses después, casi por decantación o desencanto dejé de concurrir a Fasta. Conocí a otros amigos y creo que encontré más divertido para un sábado a la tarde ir a jugar al fútbol a Provincial y tomar una gaseosa sentado en la vereda de un kiosco que someterme a rígidas disciplinas eclesiásticas. Desconozco qué sucedió con mis amigos de esa época. Desde el día que abandoné Fasta me retiraron el saludo y nunca se interesaron por mí. Espero que al menos hayan abierto un poco la cabeza. Por todo eso, cuando el martes pasado leí la noticia del homenaje a Priebke lo primero que hice fue levantar el teléfono, llamarlo a mi padre y decirle: "Viste pá, tenías razón".
Ariel Etcheverry


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